Fachada del antiguo convento de San Marcos, de estilo renacentista, reconvertido hoy en hotel

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Región

La prisión de Quevedo en el convento de San Marcos de León

Su cautiverio se prolongó durante casi cuatro años en duras condiciones

29 mayo, 2022 07:00

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Al calor de unos braseros, en una cómoda sala del palacio del duque de Medinaceli en Madrid, se encontraba plácidamente durmiendo un Quevedo de sesenta y un años, cuando varios alguaciles de corte irrumpieron en la pieza y lo sacaron de su sueño para llevarlo detenido al Convento Real de San Marcos en León. Era una cruda noche esa del 7 de diciembre de 1639, en la que el escritor fue custodiado durante cincuenta y cinco leguas a pelo, sin ropas ni dineros, para ser metido en un aposento aún más frío de este claustro leonés.

Por el camino, seguramente se preguntase don Francisco el porqué de su arresto. Se dice que pudo ser por alguna sátira escrita contra Olivares, o por oponerse a que Santa Teresa de Jesús fuera patrona de España en favor de Santiago Apóstol. Suposiciones.

También se insinuó que fue el Duque del Infantado quien lo acusó infundadamente de espionaje para los franceses, y que tenía como oyente al propio cardenal Richelieu. Nada más lejos de lo real, porque, si de verdad Quevedo odiaba a algún personaje extranjero, ese era el francés Richelieu, de quien escribió: “…tirano mayor de Francia, escándalo de Italia, cisma de Alemania, cizaña de Holanda, incendio de su patria, llama de las extranjeras, ruina, estrago y destrozo del cristianismo entero. De este aborto fatal de la naturaleza, monstruo compuesto de hombre y fiera, no se pueden contar sus crueldades.”

El edificio, destinado a diversos usos a lo largo del tiempo, es considerado una de las joyas de la arquitectura de León. En la fotografía, vestíbulo del actual hotel.

El edificio, destinado a diversos usos a lo largo del tiempo, es considerado una de las joyas de la arquitectura de León. En la fotografía, vestíbulo del actual hotel.

Del mismo modo, leguas más adelante se cuestionaría Quevedo por qué lo llevaban a León, y rápidamente él mismo se respondería que el motivo sería alejarlo lo más posible de Madrid, pero sin dejar de tener el detalle de depositarlo en una celda de la Orden Militar de Santiago a la cual pertenecía. De poco le servía ahora ese hábito, cuyo honor le fue otorgado por el tercer Felipe hacía más de veinte años, si iba medio desnudo camino de León, en ayunas y con un guardia al lado que le ofrecía unas medias de paño para el frío.

Un sótano

A su llegada a esta cárcel, probablemente se le instaló de forma provisional en un cuarto espacioso, caldeado, con claridad y ventilación, pero pocos días después, los frailes carceleros recibieron otras instrucciones y fue bajado a un sótano más pequeño, sin brisa alguna, con poca luz, y donde la humedad y el frío eran los propios del clima extremo de León y la cercanía del río Bernesga.

Casi seguro que un Quevedo preso se tomase ciertas libertades literarias y licencias para exagerar su suerte, pero es un hecho que estaría encerrado en un cuarto él solo, y que no sería en las mejores condiciones de salubridad ni gastronomía:

“Preso en León el inmortal Quevedo

de agua enfermedad convalecía;

y el tunante prior le administraba

caldos de transparencia cristalina.

- ¡Valiente caldo!… dijo don Francisco.

¡Valiente caldo!… ¡Bravo! –repetía.

- ¿Por qué valiente? –le repuso el fraile.

-Porque no tiene nada de gallina.”

En la segunda mitad de su reclusión, parecen cambiar sus circunstancias gracias seguramente a la mano silenciosa de los frailes de San Marcos y a la intervención del obispo de León.

Así, a partir de octubre de 1641, se le permitía salir de la celda y estirar las piernas por el convento además de otras prebendas para su vida diaria. Se le facilitó algo de mobiliario además de su catre, como una mesa, cuatro sillas un brasero y un velón, material de escritura, algunos libros, la presencia de un criado que le atiende día y noche, charla y compañía durante las comidas y otros “bienestares”, como sustituirle los dos pares de grilletes por solamente uno y menos pesado.

Y ya hacia inicios de 1642 y después de varias cartas a Olivares y Felipe IV, las condiciones de su prisión se relajan más, pudiendo recibir visitas, y dedicarse a investigar en la nutrida biblioteca del convento, para desarrollar su obra literaria con más ahínco.

Aspecto de uno de los claustros interiores.

Aspecto de uno de los claustros interiores.

Analizando las cartas tan detalladas que Quevedo escribía desde su aposento, siempre nos hemos preguntado en qué parte del Convento de San Marcos estuvo preso. Dadas las descripciones que él mismo da en dichas misivas, se ha conjeturado que sería en los sótanos de la torre oeste de la fachada, la que se encuentra más cercana al rio. Pero Francisco de Quevedo nunca pudo estar en la torre oeste, ya que a comienzos del siglo XVII ésta no existía y tardaría casi otro siglo en terminarse.

Otros indagadores, basándose también en los renglones del escritor, señalan tanto la torre del reloj como su sótano, e incluso el trascoro, en la zona este del complejo. Quien sabe.

Hombre tímido

Por otro lado, Quevedo en sí mismo no era un portento físico, de hecho, tenía defectos que combatía con su impulsivo carácter, dando lugar en muchas ocasiones a una imagen de pendenciero y persona de insulto fácil y mordaz, aunque muchos dicen que en realidad era un hombre tímido y tan sensible que hasta tenía que reírse de sí mismo para soportarse.

El caso es que León no dejó buena huella en don Francisco, que, a su excarcelación en 1643, ya enfermo y viejo, llegó a decir “… yo he pasado muchas veces los Alpes y los Pirineos, y no he padecido de tan profunda destemplanza de frío como en este lugar”.

Cierto es que, a pesar del siempre exagerado lenguaje de Quevedo, estos comentarios tendrán mucho de fidelidad, ya que, pasar un invierno leonés con humedad subterránea y un brasero inútil, es para que le duelan a uno los huesos, entre otras dolencias, ya que el autor también narra cómo se tuvo que cauterizar él mismo varias heridas, cómo padeció fiebres y una ceguera en el ojo izquierdo, un bubón infectado que no se llegaba a curar.

En fin, una mala vivencia que hasta le derivó luego en problemas pulmonares y una disentería crónica que no pudo superar. Dos años duró desde que saliera de esa celda, volviera a su pueblo y pronunciara “me duele el habla y me pesa la sombra”.