No hace mucho, unos días atrás, miraba desde la playa el atardecer sobre los edificios de Valencia. Más acostumbrado a disfrutar el Mediterráneo desde las islas o la costa italiana occidental, me pareció extraño, curioso y hasta extravagante que el sol se pusiera sobre la tierra y no sobre el mar. Que el sol se enterrara en respetuoso silencio como en Castilla y no se ahogara en rítmico chill-out como en Ibiza.

Esta reflexión estúpida, solo posible en vacaciones, creó, sin embargo, una conexión extraña con este lugar, de luz y reflejos del “bendito sol” que amó y pintó Sorolla con un puñado de trazos aleatorios, retorcidos y precisos. El Mediterráneo español, del que Valencia es su joya modernista, se define con exactitud en esos cuadros de la Malvarrosa y en la canción de Serrat. Pero al dar la espalda a las olas, y a pesar de su murmullo, el ocaso de fuego en el horizonte plano de las huertas me trasladó a la terrorífica anochecida que en esos días vivían en Zamora, Salamanca, Palencia y León, asediados por la cruel oleada de incendios.

Este verano elegimos Valencia como humilde granito de arena en forma de gasto turístico solidario tras la anterior catástrofe climática. Cuando lo planificamos no imaginamos que sería nuestra tierra, Castilla y León, la más afectada por el siguiente desafío descontrolado de esa naturaleza que volvimos indomable. Se nos da demasiado bien producir monstruos. Del apocalipsis de la DANA, a menos de dos meses del primer aniversario, en el centro no queda más que una oficina con grandes carteles de atención a las víctimas. No sé si escondieron escombros a los turistas o para afrontar el futuro con optimismo. Sí quedaba un poso amargo en la mirada de algunos valencianos mientras la ciudad vibraba verano y extranjeros como de costumbre.

Disfrutar, divertirse y descansar como forma de echar una mano. Se nos da demasiado bien construir paradojas, aunque resulte poético combatir la desesperación con alegría y la angustia con reposo. Aprovechemos que la economía nunca tuvo sentimientos. Este turismo solidario tras unas catástrofes naturales que se agolpan cada vez más en el calendario será tendencia y hasta una oportunidad recurrente en pocos años. Ofrecer la felicidad consumista para renacer del barro o de las cenizas. “Verte aquí, sonriendo”, decía la campaña de promoción de Valencia tras la DANA.

En los próximos meses, cuando los puentes no huelan a arena sino a campo, muchos valencianos harán el viaje solidario de vuelta a esos montes oscuros que hoy necesitan esperanza. Las catástrofes son monocromáticas. Los valencianos solo tienen que cambiar el marrón por el negro para sentir la misma punzada en el pecho. Esperemos volver a ser líderes en turismo rural y en este novedoso y obligado turismo solidario. Sepamos reconstruir lo que no supimos defender.

También queremos veros aquí, sonriendo. Unidos por la tragedia y por ese sol que aquí también se pone sobre la tierra.