A los museos, que son catedrales donde uno va a expandir el alma y a recordar que hubo un tiempo en que la humanidad hacía cosas grandes, ya sólo se puede ir temprano. Más que nada porque luego llegan los chinos, los japoneses, los americanos, los franceses y sobre todo los españoles, que no saben estar en silencio porque hablan más que el guía y allí ya no hay manera de encontrarse con uno mismo.
Lo más fácil es tropezarse con cualquiera. Tampoco hay forma de sentir, ni de emocionarse, ni mucho menos de conmoverse con esa belleza que desde un óleo sin tiempo trata de hacerse sitio entre la algarabía turística.
Lo de los museos ha dejado de ser un paseo sereno y silencioso entre la creación humana para convertirse en algo parecido a ir a un estadio. Conviene comprar las entradas con antelación y hay que hacer cola, que es la línea divisoria que diferencia la cultura del ocio. Y así no hay forma humana, ni divina, de emocionarse delante de Las Meninas.
Intentar expandir el alma frente a un cuadro rodeado por una masa casi homogénea de gente que ni siquiera lo está mirando, porque prefiere darle la espalda para hacerse la foto, es inútil. Hoy ya no miramos, posamos; que es otra manera menos honesta de pasar por delante del arte y estar en el mundo.
Hay salas del Louvre o del Prado donde uno entra y enseguida piensa que se ha equivocado de puerta y ha llegado a McDonald's.
En vez de buscar la belleza uno termina pendiente de no pisar a un niño o de no meterse por error en una foto familiar de gente a la que nunca ha visto. Las multitudes son antinaturales en los museos, como lo son en las bibliotecas. Antinatura igual que una iglesia vacía. La cultura, como la fe, requiere intimidad y calma.
Admirar un cuadro de Veronese entre el murmullo creciente de mil idiomas, entre mil hombros que te mecen si te paras delante de cualquier lienzo... Pensé que para visitar estos lugares convendría establecer un examen previo, un test como ese de Google que te dice qué señales todos los semáforos o en este caso un brevísimo cuestionario: nada complicado, sólo comprobar que uno sabe diferenciar un Caravaggio de una hamburguesa con patatas. Pero sé que es imposible, que es políticamente incorrecto, que no vendería tantas entradas y que además sería poco democrático. Y la democracia, ay, parece haber decidido que el derecho a la ignorancia es inalienable.
Por eso, ya sólo queda llegar antes que los chinos. Levantarse pronto, tomarse un café y ser el primero en la fila. Madrugar por una buena causa. Entrar con el museo recién abierto y vacío, cuando aún queda algo del silencio de la noche anterior, antes de que las multitudes tomen posesión del recinto por asalto y lo conviertan en un selfie gigante. Porque lo importante de ir a un museo es poder detenerse con la tranquilidad de no tener a nadie delante ni detrás y dejar que sea la obra la que nos interpele sin prisas, ni empujones, en una comunión silenciosa con lo sublime, con lo bello.
Ya saben: a los museos hay que ir temprano, en silencio, con la cara lavada y con devoción. Antes de que lleguen los chinos.