La frase “nunca admitiría unos cuernos a no ser que tengan pruebas” nos puede resultar familiar a todos. La he escuchado en boca de amigos y algún novio (es una red flag tremenda, no me exculpo), también de gente que acababa de conocer y, de repente, salía el tema. No deberías fiarte de alguien que piensa así y menos aún de quien lo verbaliza como si nada. A veces incluso con orgullo, no sé muy bien de qué.
Ocurre también en redes sociales. Son muchos los perfiles que aparentan una vida que no tienen, no se pueden permitir o envidian. Aguantan la mentira hasta el final; y yo al menos, como me importa poco lo que hagan los demás, me la creo. Luego te cuentan que fulanito no está tan feliz por alguna cosa o que en las fotos siempre sale desde el mismo ángulo por inseguridades muchas veces infundadas.
En la vida real hay que aguantar conversaciones exageradas. Parecen incluso justificaciones buscando la aprobación del interlocutor. Si en el mundo digital se mendigan likes en el mundo tangible se implora compasión. A boca jarro, con cara de alcalde nuevo y sonrisa forzada, que es la peor de las sonrisas.
Me hace gracia cuando conoces a alguien y lo primero que te pregunta es por el trabajo. O cuando te encuentras con un conocido del pasado y solo sabe recitar los éxitos que ha conseguido durante su trayectoria profesional. Una trayectoria a la que ha dedicado la mayor parte de su tiempo y por la que se ha perdido vivir. En la mayor parte de los casos, los triunfos son imaginarios.
Toda esta falsedad me da coraje. Me molesta que la carta de presentación no me la pueda creer desde un principio. Ir chequeando qué cosas son verdad y cuáles no, es muy cansado.
Hemos normalizado las mentiras. Nos hemos acostumbrado a recibir de primeras la mejor versión y luego decepcionarnos estrepitosamente. Con las parejas, amigos, compañeros de trabajo, profesores… Luego ya es complicado no caer en el refranero español “mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Y ahí ya estás perdido. Cuando tu mejor respuesta es el conformismo, estás jodido.
Quizá tendríamos que ir con las cosas menos buenas por delante y dejar decidir a los demás si nos compran o no. Así nos ahorramos disgustos. Porque al final, cuando realmente estás en tu mejor momento no hace falta gritarlo. Se nota en la cara y, sobre todo, en el brillo de los ojos, que (como decía Lola Flores) no se opera.