La grima que me suscita el actual patio político a veces me hace imaginar dos opciones: (a) en algún momento aparecerá el Iturriaga de turno, para indicarnos que todo era una broma y que estamos ante una gala de “Inocente, inocente”; (b) estamos siendo coprotagonistas de un capítulo de “Black Mirror”, y aunque el metraje va siendo extenso, la dirección dirá pronto que corten, que se acabó (entre otras razones, porque la distópica ficción también requiere verosimilitud, y la sonrojante trama costaría creérsela… incluso en sus vertientes más contrastadas y verificables).

Ojalá todo se debiera a un montaje propiciado por el 28 de diciembre; y ojalá todo fuese fantasiosa producción, buscando un Netflix que llevarse a la boca. Por desgracia, la deplorable coyuntura política no es ficticia. La semana pasada, sin ir más lejos, conocimos lo que ya se sabía. Al conocer la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la amnistía, ratificamos lo sabido: que a día de hoy, los contrapesos del Gobierno son cada vez menores. Puede hacer uso de casi todo, si ese casi todo le sirve para seguir amarrado al poder.

No es alentador constatar esto, puesto que la democracia son, precisamente, sus contrapesos, sus checks and balances. O dicho de otra forma: no hay democracia sin contrapoderes. Sin Estado de Derecho podrá haber votaciones cada cierto tiempo (como de hecho las hay en cualquier régimen dictatorial), pero desde luego que esas urnas no estarían evidenciando la naturaleza democrática de nada. En democracia se vota, claro, pero para que las elecciones no sean huecas y no se conviertan en un infame trampantojo, hacen falta los aludidos mecanismos de control.

El Tribunal Constitucional sería pieza sustancial dentro de ese engranaje de supervisión y vigilancia, pero se constata que está desactivado como tal. La amnistía era el colofón a un preclaro chantaje (colofón, de momento, veremos cuáles son las sucesivas demandas que aún cabe exprimir). Y esa pole de la infamia ha sido avalada por el TC.

Por encima de los Koldo-Ábalos-Cerdán (por encima… y como complemento necesario), ha existido otra gran corrupción. Una corrupción institucional, instaurada desde el minuto uno de investidura: cuando Sánchez decidió sacrificar el interés general y ceder a la coacción separatista, con el único propósito de alcanzar y mantenerse en el poder. Desde ahí fue llegando el resto, en una sucesión encadenada que no encuentra fin.

Ese cambalache fue forjando, antes y después, la amalgama de indecencias: cambios ad hoc en el Código Penal, indultos, cupo catalán, aceptación del falaz relato independentista, amnistía… Y cuanto se tercie. Todo aquello que pueda terciarse podría volver a encontrar una argumentación como la que ya ha enarbolado el TC.

Una argumentación que, en lenguaje llano y clarificador, viene a sintetizarse así: “Presidente Sánchez, haga usted de su capa un sayo. En ese sayo no osaremos observar, ni por asomo, inconveniente alguno” (los votos particulares de la sentencia sí encontraron sobrados inconvenientes, pero me refiero al TC en su conjunto, al veredicto que resulta de su mayoría).

Otro día, con más tiempo, intentaremos reparar sobre otros contrapoderes, por ver qué brío presentan. Ese diagnóstico (sobre su vigor o debilitamiento, sobre la autenticidad o desvirtuación de su ejercicio) permitirá diagnosticar la propia salud de nuestro sistema democrático.