Si me dan a elegir (como en aquella canción de Los Chunguitos tantas veces versionada), yo sin duda elegiría el primero. Pero convendrá explicarse, para saber a qué nos estamos refiriendo. Sebastián Haffner vino a decir: “Los periodistas somos los bufones de nuestra época”. Esa consideración no era peyorativa. Bien al contrario, era algo elogioso; algo que, de forma metafórica, daba cuenta de uno de los papeles más esenciales del periodismo: ejercer de contrapoder (no “cuarto poder” añadido a los tres poderes clásicos del Estado, sino contrapoder de todos ellos).

Haffner subrayaba que los bufones, en el Antiguo Régimen, desempeñaron una labor encomiable: habían sido los únicos capaces de transmitirle al monarca absoluto alguna verdad incómoda. Con todas las limitaciones que ustedes quieran, con todos los abismos que implicaba desenvolverse en una sociedad estamental, pero había algo diferencial y notorio en los bufones: no sólo se ejercitaban como comediantes, sino también como aguafiestas.

Frente a la plantilla de cortesanos, dispuesta a elogiar cualquier decisión del rey, por disparatada e injusta que ésta fuera; frente a la amalgama de nobles y burócratas del momento que, ansiosa de medrar, le regalaba los oídos al rey; frente a la congregación de palmeros, encantada de enmascarar cualquier información inapropiada… Los bufones, entre bromas y veras, tendían a contar aquello que el engranaje palaciego callaba.

Junto a su faceta periodística, Haffner trabajó con destreza el ensayo histórico, y en una y otra vertiente mantuvo una firme oposición al nazismo: tanto cuando aún estaba en su Alemania natal, como cuando emigró a Inglaterra. Es allí donde adopta el seudónimo de Sebastián Haffner (que sustituye a su nombre originario: Raimundo Pretzel), para evitar las represalias que su trabajo pudiera acarrear sobre la familia que proseguía en territorio alemán. Y ligado a lo que veníamos comentando, sin detenernos en otras dimensiones de su obra y trayectoria, Haffner consideraba que el monarca, en su tiempo, había pasado a ser el pueblo.

Ese pueblo, mediante el voto, delegaba el poder en los políticos. Y tales políticos (como aquellos reseñados cortesanos del Antiguo Régimen) se esforzaban por agasajar al nuevo soberano, indicándole que la economía brinda unos óptimos indicadores, que el prestigio internacional resulta incontestable, que la prosperidad alcanzada es la envidia de cualquier otro lugar, y etc, etc, etc. En el análisis de Haffner, son los medios de comunicación los que ejercerían aquel rol que había encarnado el ancestral bufón. Así que serían los periodistas quienes habrían de desmontar ese relato propagandístico e interesado que estuviera difundiendo el estamento político.

A mi juicio, hay planteamientos del autor alemán que siguen vigentes, incluso en mayor medida. El hecho de que el pueblo tienda a segmentarse en múltiples `pueblos´ específicos (las cámaras de eco y los efectos burbuja se sustentan en esa premisa), no invalidan el diagnóstico. Esos dispares soberanos igualmente encuentran sus políticos afines, encantados de brindar el respectivo embaucamiento (la soflama más hostil y combativa hacia el adversario, hacia los otros, va acompasada de la perorata demagógica y acomodaticia hacia los propios). En consecuencia, esas vertientes mantienen continuidad respecto a lo expresado por Haffner.

Y faltaba otro escalón. ¿Los medios de nuestro tiempo logran desempeñarse como bufones? ¿O las vulnerabilidades que acompañan en nuestros días a los medios incrementan su potencial cortesano? La próxima semana, seguimos: extrapolando lo dicho a derivas político-mediáticas de nuestros días, e intentando buscar más preguntas y anotaciones. En ocasiones, la respuesta más propicia es la formulación de un interrogante añadido.