Nos ha conmovido la noticia de la muerte del gran escritor, Mario Vargas Llosa, que además de gran aficionado a los toros, incluso nos contó que quiso ser torero, en un artículo titulado 'La capa de Belmonte' y al que yo me referí en la entrega de premios especial realizada por nuestra Asociación Taurina Parlamentaria en el Palacio del Senado el 18 de octubre de 2021.

Me referiré sólo a tres capítulos del mismo. El primero, cuando nos cuenta que de niño de 8 ó 9 años le lleva su abuelo Pedro, como a tantos de nosotros, a la placita de toros de El Alto de Cochabamba, Bolivia, a ver la primera novillada de su vida. Y después, de ello nos dice: “Todo era hechicero y exaltante en el inolvidable espectáculo: la música, los jaleos de la afición, el colorido de los trajes, los desplantes de los espadas. Elegancia, crueldad, valentía, gracia y violencia se mezclaban en esas imágenes que me acompañaron tanto tiempo.

Estoy seguro de que al regresar a la casa de Ladislao Cabrera todavía en estado de fiebre, aquella tarde había tomado ya la resolución inquebrantable de no ser aviador ni marino, sino torero”, menos mal que no fue inquebrantable la decisión y así no nos perdimos un gran escritor.

El segundo dato, también extraído del artículo, es su pasión como aficionado, cuando dice “el ídolo de mi juventud, el maestro de los maestros, el quieto, elegante y profundo Ordóñez, restaurador y exponente eximio del torero rondeño, lo vi por primera vez en una corrida a la que para entrar empeñé mi máquina de escribir en la alegre y sabrosa plaza de Acho en una soleada tarde de octubre…” ¿Es esto cierto?. ¿Hasta aquí puede llegar su desprendimiento y pasión?.

Cándido Méndez, ex secretario general de UGT, exclamó hace unos días cuando lo comenté en una tertulia de amigos, “¡Pero si era su medio de vida!”. Saquen Vds. conclusiones.

Sus palabras finales en este artículo no tienen desperdicio “lo que ocurría en el ruedo era una magia aterradora y excelsa que me asustaba, hechizaba, entristecía y alegraba. Era belleza en estado puro. Ver torear a Ordoñez casi siempre me levantaba del asiento. Su delicadeza, su estética y esa extraña virtud de exponernos en ciertos momentos privilegiados, con desnudez total, la condición humana”.

Camilo José Cela, otro Premio Nobel, también quiso ser torero y llegó a vestirse de luces en la Plaza de Cebreros, Ávila, no tuvo suerte ese día y no pudo matar al toro, pero cuenta algo importante, “la gran novela de toros está por escribir, pues hay que reconocer que el ambiente que rodea el fenómeno taurino está siempre amenazado por el tópico”. Un reto que queda ahí.