Vivimos tiempos en que casi todo parece fundirse. Y no, no fundirse de fusión. Bastaría recordar el desvarío arancelario que nos ha brindado Trump la semana pasada, para ilustrar que las acepciones que van ganando peso no son las del intercambio, la integración y la unidad de intereses y proyectos. Cuando señalo que mucho parece fundirse, aludo a un sentido ligado al apagón: para empezar, y ya es triste, me refiero al apagón de esas luces que caracterizan el proyecto ilustrado.
Dentro de estas coyunturas, de poco sirve el desánimo y en nada ayuda la renuncia. Por mal que vaya algo, siempre será susceptible de empeorar. Las toallas que se tiran no reparan aquello que resulte reparable; y escurrir el bulto es un ejercicio provechoso al hacer la colada… pero no ante otros escenarios. Por eso corresponde intentar revertir la tendencia. En el último libro de Adela Cortina (“¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? El eclipse de la razón comunicativa en una sociedad tecnologizada”), encontramos invocaciones sugerentes.
La catedrática emérita de Ética y Filosofía Política aboga por “una nueva Ilustración”, que partiría del lenguaje claro. A muchos les parecerá una aspiración de poca monta, pero en modo alguno resulta irrelevante: la claridad comunicacional es condición necesaria para que los afectados (es decir, todos) dejemos de ser siervos y nos convirtamos verdaderamente en ciudadanía. Sin esa claridad no existen sociedades democráticas, “trenzadas sobre el tejido de la isegoría, la isonomía y el diálogo simétrico”, apunta Cortina. Quizá baste recordar, de manera esquemática, que por “isegoría” aludimos al derecho a expresarnos en la asamblea, a la posibilidad compartida de participar en la esfera pública; y por “isonomía” apelamos a la igualdad ante la ley, a la igualdad de derechos y obligaciones.
Sin inteligibilidad, el puente entre emisor y receptor queda roto. Cuando un mensaje se vuelve incomprensible, ni siquiera es posible dilucidar “si el hablante es veraz; la proposición, verdadera; o la norma, justa”. La oscuridad es “un arma ideológica de destrucción masiva”, añade Cortina, y la incomprensión convierte en imposibles las memorables divisas del Siglo de las Luces: “Atrévete a saber”, “Ten la audacia de servirte de tu propia razón”... Piensen en el discurso político que suele caracterizar nuestro día a día. Si estamos envueltos en la farragosa charlatanería, en la inteligible perorata, en la monserga críptica de los truhanes, servirnos de nuestro raciocinio para discernir y cribar se transforma en labor encomiable, pero casi también heroica.
Contemplar la IA como “ideología” (y proyectar a su alrededor especulaciones sin base científica alguna) es un erróneo camino, que nada tiene que ver con una consideración ética de la IA. Porque desde luego que los sistemas inteligentes nos aportan grandes beneficios “cuando se toman como instrumentos al servicio de los seres humanos”. Es importante subrayar eso: instrumentos, sin fetichismos, a nuestro servicio. Instrumentos que nos ayuden a tomar decisiones adecuadas, “desde un nosotros sin exclusiones”.
Por eso es básica la claridad a la que antes se apelaba. Sin ella es inviable la auténtica lucidez. Ese lenguaje llano y bien cuidado “no es sólo una cortesía, sino un deber indeclinable” de Gobiernos, Administraciones Públicas, poderes del Estado, medios de comunicación, empresas… No dejemos de trabajar por “el derecho de cada persona a comprender aquello que le afecta, para poder asumir su respuesta de forma autónoma, y el derecho a que su respuesta sea tomada realmente en serio por personas (…) que se hacen responsables de ello. Un requisito indispensable para la ética de la IA”, remata Cortina. Lo dicho: cabe seguir batallando para que no se fundan, ay, más luces irrenunciables.