Arrancar esta columna con Umbral (“Yo he venido a hablar de mi libro”) me resulta una opción manida, previsible y reduccionista. Así que corresponde desecharla. He publicado '50 microcuentos para Luca y Lía', y hay unas cuantas cuestiones por los que guardo especial cariño a esta pequeña obra. Tengo aprecio a otras publicaciones que he sacado adelante a lo largo de los años, pero hay algunas particularidades que explican el peculiar afecto a los aludidos relatillos. Me explicaré.

El próximo jueves se presentan en Salamanca (librería Víctor Jara, 27 de febrero, 19,30 horas) esos 50 microcuentos. No configuran un libro infantil, aunque no renuncian a jugar: por ejemplo, con el lenguaje. En cualquier terreno, el juego es algo muy serio: entre otras cosas, porque la diversión es antónimo del aburrimiento, no de la seriedad. Así que jugar con las palabras no obliga a banalizarlas.

Y esos 50 microcuentos aspiran a encerrar algo de aforismo (por su brevedad); y algo de diálogo (porque en su mayoría aparecen personajes que conversan, y porque todos pretenden entablar conversación con quien se acerque a su lectura); y algo de poesía (por anhelar que no sobren palabras… y tampoco falte sugerencia). Son tres rasgos que valoro como lector, y he intentado que estén presentes.

Cada vez soporto menos la cháchara, y agradezco más el mensaje destilado y limpio de impurezas. Comunicar de forma eficiente y con las palabras justas es todo un desafío. La eficacia la calibro en función del destinatario y a partir de la finalidad de lo que se comunica. Y por palabras justas aludo al punto de vista numérico (ni más ni menos, las que tengan que ir), y también a la precisión y adecuación de las mismas. José Hierro sostenía que en la poesía no existen sinónimos, y llevaba mucha razón. Aunque dos vocablos tengan un significado similar, nunca encerrarán la misma musicalidad, ni las mismas connotaciones, ni la misma pertinencia para el personaje que las lanza, ni la misma oportunidad para el público al que se dirigen. Esa limpieza y destilación la encarna la poesía que más me atrae, y la encuentro también en la narrativa, música, cine, teatro, ensayo, periodismo, publicidad… que más aplaudo. En consecuencia, aunque no está en mi mano determinar si el propósito se logró o no, esos 50 microcuentos pretendían alcanzar la quintaesencia reseñada.

Cinco rápidas razones por las que la cita de Umbral se me quedaba escasa, ya que, perdónenme, en esta columna yo he venido a hablar de mi vida: (1) porque en tiempos donde aflora la autoedición por parte de los autores, me resultó grato que una solvente editorial (Loto Azul, del grupo Olé Libros) optara por otro camino: leyó el manuscrito de un desconocido y apostó de inmediato por su publicación; (2) porque el prólogo corresponde a Raquel Martínez, la ilustración de portada, a Ninfa Watt, y la presentación, a Gloria García: tres profesionales inmensas y tres insustituibles amigas con las que siempre reconforta el encuentro, y de las que siempre es posible aprender; (3) porque personas muy queridas, aunque no aparezcan sus nombres concretos, están tras las dedicatorias y tras algunos de esos relatos; (4) porque además de figurar en el título, las ilustraciones interiores son de mis hijos; y (5) porque de nuevo, dándole aliento a este proyecto, se encuentra Nuria (Nuria Quintana Paz) y persiste un “siempre” compartido. ¿Qué más puede pedirse? En mi vida hay otras facetas al margen de lo que representa ese pequeño libro. Pero las piezas más esenciales y definitivas están por ahí... y es de justicia constatarlo.