Como cada semana, acaba de emitirse “La lengua desatada” (La 8 de Salamanca). Un espacio televisivo que aborda el lenguaje en distintos campos, contemplando la sugerente fuerza que, para bien o para mal, siempre encierran las palabras. El programa lo presenta Ana Sánchez White: una inmensa profesional, de dilatada experiencia en los medios radiofónico y televisivo, cuya formación como filóloga enriquece el acercamiento a todos los entresijos del idioma.
Me invitó Sánchez White a abordar algunas cuestiones ligadas al lenguaje político que nos envuelve. Y comenzó preguntándome por una de esas frases que ha cuajado bastante últimamente: “Solo el pueblo salva al pueblo”. No me voy a detener ahora en los orígenes de la cita ni en las variadas interpretaciones que adquiere en función del hablante que la invoque. Voy a ser más esquemático, perdónenme: la frase me parece muy desafortunada, la diga quien la diga. La sentencia ha sido manoseada por izquierdas y derechas, por derechas e izquierdas. Y esos distintos manoseos no van a modificar las deficiencias del adagio. Trataré de explicarme.
Desde luego que tengo muchas cosas que reprochar a la llamada “clase política”, vaya que sí. Desde hace décadas me recuerdo en esa tarea, ante unos y otros Gobiernos, ante unos y otros colores políticos. Pero no comparto esas mitificaciones que se hacen, por contraposición, al “pueblo”, a la “sociedad civil” o a “la gente”. En ocasiones cambia el vocablo que se mitifica, pero viene a ser idéntica milonga. Se despotrica de los políticos, obviando que emanaron de ese mismo pueblo que tanto se ensalza.
La clase política no vino del planeta Venus, y si no hemos sabido dar con mejores representantes, alguna responsabilidad nos alcanza. Alguien podría decir que elegir entre lo que había no reportaba mejores opciones; y habrá que reconocer, en consecuencia, que como sociedad no supimos poner en marcha algo distinto que lograse ser mejor. Y alguien también podría alegar que no fue a votar, que no votó a esos políticos; y entonces es obvio, claro, que eso tampoco excluye las responsabilidades. Si decidiste no decidir, alguien decidió por ti. Y si decidiste no tomar la palabra (por minúscula que fuera entre el conjunto de la ciudadanía), alguien la tomó en tu lugar. Nos gustará más o nos gustará menos. Pero resulta bien simplón demonizar a los políticos, mientras de forma ingenua e infantil se beatifica al reseñado pueblo.
El concepto pueblo no es algo uniforme y homogéneo. Dentro del pueblo hay, debe haber, personas muy diversas (“debe haber”, subrayo, porque si no sería imposible pensar en ese pluralismo que va asociado a toda democracia que merezca llevar tal nombre). Y el primer riesgo brota cuando la mentalidad populista se propone, con apremio, segregar. Esos populistas, de unos u otros etiquetados ideológicos, pronto establecerán quiénes están entre el “pueblo fetén” (los que se ajustan a determinado patrón modelado por el populismo de turno) y quiénes no. Aquellos que no cumplan con los correspondientes cánones pasarán a ser “pueblo de segunda”, “allegados sobrantes” o, según y cómo, “gentuza a exterminar”.
Y por acabar, a modo de ejemplo. Quien necesita de una diálisis o una quimioterapia no debe aguardar a que tan solo los voluntarios acudan en su ayuda. Aunque el voluntariado es deseable, por supuesto que sí, ¿por qué no va a ser compatible con la labor de instituciones, organismos y servicios públicos? Me resulta peligroso, además de absurdo, que se perciba como excluyente el papel de ese laureado pueblo. Entre las muchas mezquindades del populismo, de todos los populismos, se encuentra inocular su veneno a través de un tramposo lenguaje.