Las tractoradas se han integrado en la vida cíclica del mundo rural. La naturaleza es todavía más circular y mecánica que en las ciudades, a pesar de que aquí, entre los edificios y el asfalto, los años avancen en "vuelta al cole", Halloween, Black Friday, Navidad, rebajas, San Valentín, vacaciones de Semana Santa, vuelta a las terrazas y descanso veraniego.

A los pueblos, los prados, los campos, los montes y las dehesas de todo esto solo llega un eco lejano. Allí aguanta mejor el poso de la tradición, y las épocas se siguen leyendo en el cielo y los árboles. Desde muy antiguo, las labores del campo fueron talladas en capiteles de piedra, en las pinturas de las iglesias o en la cacharrería de las alacenas. El tiempo era siembra, poda, esquileo, vendimia, matanza o cosecha. El calendario lo marcaba la fuerza del sol de mediodía.

No había en este viejo catálogo de costumbres, perfectamente sostenibles y engrasadas con el entorno, una época de tractoradas que invadieran de ruralidad las avenidas, como hasta ahora solo lo hacían los rebaños trashumantes que cruzan cada junio el acueducto de Segovia recuperando la milenaria cañada real. Sin embargo, estas protestas se han colado en la agenda recurrente de las ciudades para ser tratadas con esa indiferencia insolente de todo lo que perdió novedad.

Esta semana habrá tractores por autovías y calles de varios carriles, como hace un año, dos y cinco. Con las mismas reivindicaciones que entonces (más el acuerdo con Mercosur) y que están a punto de generar un nuevo tipo de canción popular. Antes hubo cantares de siega, y ahora la canción protesta de los setenta pasó de los cantautores a los agricultores. Sus consignas y las bocinas de la maquinaria se oyen, pero no se escuchan. Es el mal de todo lo recurrente que sucede en la ciudad.

Quizá por esta falta de innovación en su cabreo con los precios injustos, los intermediarios desmedidos, los costes exigidos, las normativas de despacho y la competencia desleal de otras banderas, este año el mundo rural sorprendió con la revuelta de los carteles.

Sabedores de que sus periódicos desfiles lentos provocan en la ciudadanía y en los políticos una empatía estéril y una comprensión sorda que no aporta soluciones a su muerte anunciada por ruina, han puesto boca abajo los letreros de sus municipios. Han enviado fotos a los periodistas y a las redes sociales para que la performance no quedara en una inútil rabieta endogámica. En lo más crudo del crudo invierno, los urbanitas no van a los pueblos ni los fines de semana.

En esta rebelión pacífica de las señales, cuya única violencia es desatornillar y atornillar las placas invertidas, el mundo rural quiere jugar con el código de la ciudad. Han conseguido los agricultores la atención que ya no les dan sus tractores.

Esta vez, otra vez, urgen soluciones. Basta revisar los datos de cierre de explotaciones, de abandono de cultivos y de quiebras. Miren a los lados de las carreteras las tierras abandonadas. Y abran la nevera repleta de verduras lejanas y frutas ultramarinas.

Hay campos y granjas vacías en un mundo rural pobre y desorientado. Hasta que el año que viene vuelvan los tractores a alargarnos las tardes y los semáforos.