Quisimos un país simétrico: con un frontón en cada pueblo, con una autovía hasta cada municipio, con un palacete en París, con un coche eléctrico en cada puerta, donde cada habitante cobrara una renta de funcionario de KPMG y pagase tasas de basuras, IBI, impuesto sobre la polución, sobre las nieblas, con despensas llenas de semillas de chía en vez de chorizos oreándose después de la matanza. Un Versalles en cada mancomunidad... Y así estamos.
Valladolid es el sueño de sus reyes y desde que aquí no se casan Ysabel y Fernando, ni juega al Risk Carlos V, desde que aquí no nace Felipe II, ni escribe Cervantes, sólo sueñan los alcaldes. Y el problema de España es que desde 2008 los políticos sólo sueñan con no quedarse sin trabajo porque hasta lo de ser servidor de lo público se puso complicado. Así que sueñan al día, incapaces de visualizar un país entero y complementario. Los reyes tienen en la cabeza España y a los regidores municipales les llega la imaginación y la ambición hasta el cartel del municipio siguiente.
Al final lo único que va a ser seguro –en eso iban a tener razón la mayoría de las madres españolas- es opositar a funcionario porque el Estado nunca se agota. El Estado ha resultado el dorado de nuestro siglo. Por eso ya no nacen hombres aguerridos en Extremadura que se embarquen en un navío para cruzar el océano. Ahora nacen tipos que hacen las Américas en unas siglas hasta conquistar un acta de diputado o de senador y que vengan a rendirles pleitesía.
Sólo así se explica que cada cien kilómetros haya un aeropuerto; somos un país de analfabetos aerotransportados, como los nuevos ricos. Sólo que en vez de comprarnos un jet –porque el dinero de verdad era del Estado– en los dosmil nos dedicamos a construir aeropuertos-. En Quintopedregal del pino, en León, en Lérida, en Castellón, en Salamanca, en Burgos y hasta en Valladolid, que es como si en el siglo XV hubieran querido que las naves de Colón, en vez de desde Palos de la Frontera se hubieran fletado desde la orilla del Pisuerga en Las Moreras –Guadalquivir estrecho sin salida directa al Atlántico, qué le vamos a hacer–.
Y ahora lloramos porque Ryanair dice lo evidente, que el aeropuerto de Valladolid no le sale a cuenta, que cierra sus vuelos desde allí. Y el alcalde le echa la culpa al Ministro de Transportes, que es lo rápido, cuando lo que deberían de hacer –alcalde y ministro– si no les fuese el cargo en ello, sería replantearse España y admitir que no puede haber un aeropuerto en cada esquina, un frontón en cada pueblo, un AVE a todos lados. Pero decir esto, sin ser articulista o ciudadano de a pie con dos dedos de frente, les costaría quedarse sin trabajo y no está España para parados.
Valladolid, sin aeropuerto, sigue siendo Valladolid. Volar desde el centro de Castilla a Palma de Mallorca es una comodidad que no estaba mal, pero un aeropuerto no da la categoría de una ciudad. A la ciudad del Pisuerga le ocurre que se mide con Palencia, con Zamora, Burgos y hasta con Soria porque es mejor liderar una lista –aunque sea la de la compra– que medirse con la realidad.