Nada me hacía pensar que durante esa mañana tendría que dar parte a la Policía Nacional. Voy a abrir una puerta, otro día más, en un piso más de una calle más, y al meter la llave me quedo con el bombín en la mano. Los clientes se impacientan, se tensan, veo la incertidumbre en sus ojos. Les emplazo a tomar un café mientras hago mis pesquisas sobre el asunto. Llegan los propietarios, que también se tensan. La fiebre les sube hasta el punto de creer escuchar a alguien detrás de la puerta. Decido llamar a la Policía, que la tumba con un ligero golpe de deltoide. Recorren la vivienda pistola en mano y yo les sigo, como un auténtico demente, buscando a los cacos bajo las camas y tras las puertas de los armarios empotrados. Certifican que dos pisos más abajo la cerradura también ha sido forzada. Nos informan de que una banda organizada se dedica a robar pisos vacíos de la zona.
Sale el vecino de al lado para que admiremos su acorazada puerta. Los dos propietarios se enzarzan en una amistosa discusión que fue cogiendo temperatura.El acorazado vecino culpaba al gobierno y el vecino robado generalizaba con el comodín que todo español utiliza cuando el PSOE patrocina el último caso de corrupción, el mataleón a la abuela o la violación grupal a la tía Bernarda: “son todos iguales”.
Cuando pensé que todo quedaría ahí, en el aristotélico y elegante in medio virtus est que nos hace desmarcarnos del mismo modo del alcaldillo del PP que ha cazado cuatro perdices en época de veda que de José Bretón, el vecino le espetó: “pues sigue siendo un socialista”, y tras tan lacónica sentencia, cerró su acorazada puerta.
Algo ha cambiado en las coordenadas mentales de la generación más numerosa de España. Desaparecida la barra de bar donde la derecha ha sido hegemónica, hemos transitado una década por el desierto de las ideas y los desaires, caminando patosamente entre las ruinas que una guerra cultural casi perdida había dejado en la España posterior al 15M. Una asturiana resistencia de jóvenes pertrechados tras un avatar ha conseguido levantar levemente la costra que el socialismo ha sellado en todas y cada una de las heridas que él mismo ha infligido a un país en la lona. La brecha se ha abierto. Tu padre, el de misa los domingos, votar a Felipe González y arrendar por habitaciones el piso heredado de los abuelos, ha tomado la pastilla roja y hoy es más voxero que Ortega Smith.
Tu padre, ese señor normal del que jamás esperarías que se gastase la universidad de tu hermana pequeña en una casa de lenocinio, ha despertado y ha dejado de votar a los que se gastan el dinero de los parados andaluces en casas de lenocinio. Declararse votante del PSOE ya genera vergüenza. La gente de bien necesita también parecerlo y por eso el PSOE ha dejado de ser el partido de los españoles. Tu padre, al que le trae al fresco que los mayores hurtos estén publicados en el BOE, vota para que las viejas no le saquen cantares, porque España es un enorme pueblo donde todo se sabe. Dejar de votar al PSOE es una decisión que trasciende la política, hoy es ya una cuestión de honor.
Y tu padre, el fasero socialista que llevaba a gala la rosa de Zapatero, se siente muy cómodo en esta derecha que se ha despojado del pestazo liberal, de poner la otra mejilla, de las paranoias cubanovenezolanas y de lamer los tacones de la Charolona de turno para votar por los problemas que su partido tradicionalmente abanderaba. Pero no te equivoques, tu padre no ha cambiado, es el mismo hombre pachón de siempre. Todo ha cambiado en torno a él y se siente traicionado. Su partido, el partido de la gente, en el que ha confiado ciegamente, es una mezcla entre mafia siciliana y siniestra secta. Y dejar de ser del PSOE es como romper el abono del club de tus amores, como dejar de creer en Dios de la noche a la mañana o como descubrir que tus padres no eran el castillo de sabiduría que de pequeño creías que eran. Españoles, el PSOE ha muerto.