Mi ciudad, nuestras ciudades, están rodeadas en estos días por miles de tractores que salen en masa a reivindicar justicia y dignidad para los agricultores y ganaderos, abocados a la desaparición por unas leyes e imposiciones absurdas, redactadas a espaldas del sector, que se ocupan más del paisaje, del ecologismo salvaje, del animalismo salvaje, que de la alimentación, la salud y la protección de las personas, ganado y cultivos, del equilibrio natural que durante siglos han gestionado con ciencia y paciencia los hombres.

Mi ciudad es en realidad un pueblo grande donde la agricultura y la ganadería son los motores económicos de una tierra sin industria, vinculada desde sus raíces al sector primario. En mi ciudad los niños aún pueden ver ovejas y cercados de ganado en los extrarradios; algunos aún conocen los días de matanza y fiesta en el pueblo, con la lumbre alta y el olor a adobo, pimienta y ajo de las chichas, la primera cosecha; el olor de la tierra recién removida, el sabor de un tomate aún caliente del resol en el huerto. Los niños aún contemplan desde el coche las extensiones de cereales en la Tierra de Campos, el maíz, el girasol o la colza que tapiza de amarillo los campos en primavera, las vides repletas de racimos en tiempos de vendimia. No son ajenos a que una buena cosecha impulsa el comercio local, viste de gala a una ciudad rural que va quedándose en nada.

Pero somos hijos de una sociedad, una mentalidad urbanita que cree a pies juntillas que estabular el ganado provoca emisiones dañinas, mientras los gurús de la cosa viajan a sus convenciones de cambios climáticos en aviones que contaminan más que todas las cabezas de ganado; que cree que es más ecológica la carne de laboratorio, plástico, que la de las reses que pastan o se alimentan en granjas y explotaciones ganaderas. Niños que creen que sus hamburguesas vienen de serie en las grandes cadenas o en las bandejas de corcho de los supermercados, con los precios salvajemente inflados, sin regresar al origen en la deconstrucción de la hamburguesa, donde el pan es campo; la lechuga, campo; la cebolla, campo; la carne, campo; el tomate, campo; el queso, campo.

Ajenos a lo que se avecina en cuanto a precios o posible desabastecimiento -como ejemplo significativo tenemos el aceite de oliva, ya imposible para muchas economías familiares-, son muchos los usuarios de coches y carreteras que en estos días manifiestan en redes su descontento con esos tractores que representan el clamor, la voz justa del campo para defender su supervivencia, nuestra supervivencia, sin políticas absurdas, sin Agenda 2030, sin abusos, sin restricciones en la gestión responsable del agua, sin imposiciones fitosanitarias de una Europa o un Estado que aspira a ser un jardín botánico de pueblos vacíos, un modelo preconcebido de sociedad que se aleja bastante de lo real, de lo tangible, de lo que somos. Y esto no va de política, va de sentido común y conocimiento del medio en los ministerios y sus múltiples asesores, que no saben lo que es tener barro en las botas. Va de no asfixiar a quienes intentan sobrevivir en un medio ya hostil de por sí como es nuestra España Vacía.

Porque somos tierra, barro, surco, semilla y campo; porque nuestros abuelos y sus padres, y los padres de sus padres, trabajaron la tierra con las manos; porque el campo con sus recursos bien gestionados debería ser el futuro de tantos jóvenes que no quieren irse del terruño; porque la tierra y sus frutos son la despensa del mundo, a todos los que salgan estos días a la carretera les pediría paciencia y previsión, que busquen rutas alternativas, que planifiquen vías secundarias para sus destinos. Y a quienes se queden atrapados entre el caos y los cortes de los tractores, empatía, respeto y solidaridad con esos hombres y mujeres que claman por la dignidad y la justicia. Pónganse en pie, a su lado, aplaudan su lucha, defiendan nuestro sistema de vida, compartan su rebeldía, su hartura.

No es cosa de ellos; es cosa de todos, porque somos tierra, somos cielo, somos lo que comemos, y todo viene del sudor, del esfuerzo de sus manos. Que nunca se nos olvide en esta sociedad tan carente de memoria y alma.