Nos movemos en un mundo en el que el culto al cuerpo, la salud física y la estética corporal gana cada vez más adeptos, obligándonos a hacer ejercicios diarios y constantes para, como habitualmente se dice, “mantenernos en forma”. Personalmente les confieso que, valorando esto en su justo medio, me cuesta mucho mantener pautas de comportamientos eficaces para convertirlo en una rutina y en una necesidad.

Sin embargo, por mi personal forma de ser, no siento como una carga, obligación o tarea asomarme diariamente al balcón de mi existencia y, mediante un ejercicio reflexivo, contemplar el mundo que nos rodea (desde dentro y desde fuera).

Es un ejercicio que viene muy bien para la salud mental, aunque en muchas ocasiones la percepción de algunas realidades tan dispares, me hagan refugiarme exclusivamente en mi interior, como un mecanismo de defensa para obviar tantas cosas que pueden desequilibrar mi vida personal. A pesar de esto, no puedo prescindir de ser un observador constante del mundo.

Hoy me ha llamado especialmente la atención un hecho, una circunstancia, un comportamiento, una forma de ser de algunas personas que, generalmente expuestas a los medios de comunicación por la ocupación de cargos públicos, manifiestan una exagerada contradicción entre ser y parecer. No me detengo en estos momentos en la reflexión sobre los continuos desajustes que en el mundo existen entre el “ser” y el “deber ser”; es otro tema para la reflexión que se hace muy patente en muchos comportamientos del ser humano en general.

En esta ocasión mi atención se ha centrado en ese otro objeto de reflexión entre lo que se “es” y lo que “parece ser”. La mayoría de los temas de reflexión surgen de acontecimientos vividos, hechos contemplados, comportamientos percibidos o soportados.

En esta ocasión ha despertado mi curiosidad la concurrencia en los medios de comunicación de políticos ejercientes que, ante situaciones comprometidas por su implicación manifiesta en dudosos comportamientos, hacen declaraciones exculpatorias, dejándonos ante una disyuntiva entre juzgarlos como manifiestamente corruptos o “elevarlos a los altares” por su santidad redentora de la humanidad.

Aparecen como los defensores de una indiscutible eticidad en sus actos cuando en el trasfondo dejan rastros de manifiesta corrupción. Son lo contrario de lo que “parecen ser”. Se presentan ante los ciudadanos con declaraciones grandilocuentes para justificar el porqué de su dimisión, por ejemplo, y nos da la impresión de que son víctimas de una trama oculta que hace mártires de acciones ajenas a su propia persona, cuando en realidad es lo contrario. Son ellos mismos los agentes de sus excusas. Echan la culpa a otros, cuando los culpables son ellos mismos. Nos engañan, mienten con tal de que los ciudadanos los veamos limpios de pecado, inmaculados en sus actos y defensores de los más grandes principios éticos . De esta forma, en todo este ir y venir de justificaciones aparece la actitud del que miente con descaro, del que defiende impúdica y deshonestamente comportamientos que merecen una desaprobación general: el cinismo. Este comportamiento implica una manera de ser, que se oculta, se desvanece en la más oscura de las realidades para que todo parezca ser diferente. Es una simulación que se hace a sabiendas de que no es cierto, porque si tuviera aquello que pretendo manifestar, no haría falta aparentarlo. Es una mezcla de sarcasmo, ironía y burla lo que se mueve en este aparentar. Pero sobre todo es una falta de escrúpulos. No hace falta poner ejemplos, solo asomarnos a los medios de comunicación y abrir los oídos a declaraciones, excusas, justificaciones de muchos de nuestros mandatarios. Se van colocando ellos mismos la corona de laurel como premio y por detrás la corrupción ha sido su guía de vida; hablan y no dan respuestas a ninguna de las preguntas; nos atontan con apariciones televisivas insufribles para justificarse y venderse como “los mejores”.

Todo es un aparentar, un engaño. Pero lo triste es que siguen dominando nuestras conciencias y nuestros pensamientos. Termino recordando aquellas palabras de Luis Pastor: “¡Que tiene que llover, que tiene que llover, que tiene que llover! ¡Que tiene que llover…. a cántaros!”