En estos últimos días del año en los que se siente más de cerca el trascurrir de la vida, hacer el ejercicio cotidiano de abrir las hojas del balcón de mi existencia para contemplar la realidad que me rodea, es un buen ejercicio para comprobar que, efectivamente, “todo fluye". Que la vida pasa inexorablemente y que, aunque tenemos conciencia de ese paso del tiempo, sin embargo, siempre terminamos diciendo que es "demasiado deprisa". 

Y en ese ejercicio reflexivo sobre el trascurrir de los acontecimientos, nos surgen las dudas sobre la realidad del tiempo y del espacio. No hace falta repasar de una manera exhaustiva la historia de la filosofía y de la ciencia para ver cómo, tiempo y espacio, han sido dos conceptos manejados por filósofos y científicos desde la más remota antigüedad. Ya encontremos en Grecia los dos primeros ejemplos bien conocidos de filósofos del tiempo.

Heráclito en defensa del cambio como lo único permanente frente a Parménides que lo consideraba una ilusión. Aristóteles combinó la afirmación del espacio como realidad en la que los objetos se posicionan, frente a la inexistencia del tiempo como realidad al margen de la mente. Kant interpretó el espacio y el tiempo como nociones a priori que no son abstraídas por la experiencia, sino que son el marco que hace que ésta sea posible. Para Newton el tiempo fluye perfectamente uniforme, imperturbable. Con la aparición de la Teoría de la Relatividad el espacio-tiempo es una ilusión y todo existe sólo en el momento presente. Pero con Einstein no se detiene la reflexión sobre el espacio y el tiempo.

Un tiempo absoluto, relativo, inexistente... Etc., choca con lo que sentimos todos nosotros en estos últimos días del año: que la vida va pasando y que, aunque sea posible que el espacio y el tiempo no tengan otra naturaleza que la que les asignemos por convención, como señala Poincaré, sin embargo, nos empeñamos en ir sumando días a nuestra existencia, dividiéndola en fracciones repetitivas acompasadas a periodos estacionales de la naturaleza para convencernos de que midiendo los acontecimientos son sentimos dueños de nuestro tiempo. ¡Ingenuos!

Y en esta intensa reflexión me aparecen otras "realidades" a las que me enfrento día a día y de las que me pregunto su valor absoluto o relativo. Voy repasando valores como la verdad, la vida, el honor, la virtud, la amistad, etc.., y recalo en una en la que estos días está muy presente en los medios de comunicación: LA JUSTICIA. Representada siempre como figura inmutable con una báscula en la mano en señal de imparcialidad y con los ojos vendados para afianzar su independencia, ecuanimidad, objetividad, honradez, rectitud, equilibrio, equidad, neutralidad y una espada como símbolo de que sus decisiones deben ser cumplidas.  

Sin embargo, a raíz de las disputas políticas para ocupar puestos en "supremos tribunales" que deben dirimir sus diferencias en la interpretación de la Ley o la Constitución, todas esas características antes mencionadas de lo que pueda ser la justicia, se desvanecen. La hierática figura de la justicia se me representa con la báscula que porta inclinada ya en una dirección y con la venda medio caída según sea el ojo izquierdo o derecho el predominante en su inclinación ideológica y sin espada, porque las sentencias no se cumplen, se perdonan o se indultan según de quien se trate.

La aplicación de la justicia ya no depende del valor absoluto de la norma, sino de la ideología de quién lo juzgue. Hemos caído en tal relativismo que ya lo que antes se daba por sentado, que la ley es una y única, ahora depende de la parte de la balanza en la que se encuentre el juez. Es insólito escuchar y dar por sentado que los jueces vinculen su actividad a su filiación ideológica y más insólito aún que ellos se dejen nombrar bajo tales calificativos, porque ya se presupone cómo vayan  a ser sus sentencias. Lo justo, y sobre todo lo tranquilizador para la sociedad, debería ser que se les nombrara por su independencia, su honradez, su objetividad, equilibrio, equidad y neutralidad.

Con estos mimbres poca tranquilidad nos hace sentir a los ciudadanos que afrontamos estas reflexiones con vistas a un nuevo año. Te das cuenta de lo acertado que estaba Benedicto XVI cuando al hablar del relativismo moral que nos inunda en nombre de una tolerancia mal entendida, lo que provoca es que los derechos básicos se relativicen, abriendo una vía a la intolerancia.  Pues lo mismo pasa en la justicia. Se ha asimilado a la relatividad del tiempo, llegando incluso a ser inexistente, una ilusión o una convención. Ha dejado de tener valor por sí misma.

En el fin del año y a punto de iniciar uno nuevo, lo que viene se nos presenta poco tranquilizador para nuestra estabilidad democrática y hace pensar que lo realmente existe es el Principio de Incertidumbre. A pesar de todo, seguiremos haciéndonos las ilusiones pertinentes y deseándonos todo el bien posible para todos en este próximo año 2023.

Feliz Año Nuevo.