Anda Jordi Évole en La Vanguardia elevando a Irene Montero a los altares porque dice él que a la ministra de la cosa se le lincha por tener útero, en un intento pobre de querer hacer algo de prosa decente. Por lo del útero y demás.

A este paso, el sexo va a convertir a la mujer en irreprochable, incuestionable e intocable. Incluso en lo carnal, que andan de nuevo armando jaleo con los flirteos y las miradas, también en el trabajo. 

Van a convertir a las mujeres en mártires por existir, mientras miran a otro lado cuando a estas horas ya hay once agresores sexuales que en España han podido ver rebajadas sus penas y salido a la calle gracias, principalmente, a Irene Montero. La izquierda le regala su apoyo y hasta un ramo de flores mientras los violadores se toman un vermú, que dice ahora Cristina Almeida que si había que rebajarles la pena, pues se hace y punto. A la vejez viruelas. Si el fin último era crear una distopía, hay que reconocerles su buen hacer.

Más allá de la aberración y el escándalo de las consecuencias que se derivan de poner a legislar a una activista que calla cuando un infanticidio lo produce una mujer, o redacta leyes como quien no sabe pintar y exige que su lienzo comparta pared con un Degas en el Thyssen-Bornemisza, está el hecho de que la sociedad ya no se rebele ante el mal. Y para convertir el mal en bien, sólo hace falta engrasar bien la máquina de la propaganda y pervertir el lenguaje. 

Lo de pervertir el lenguaje es como cuando se sustituyó la palabra terrorismo por conflicto político en el País Vasco mientras ETA partía por la mitad el cuerpo de un niño de dos años con una bomba. Lo llamaban conflicto político para ir claudicando a ver si así calmaban la sed de sangre del carnicero.

Todos lo intentaron. Aznar también. Pero nadie llegó tan lejos como Sánchez. Dice David Mejía que Bildu no es ETA pero es su portavocía. Una realidad incómoda para quien pacta presos por presupuestos. Las tragaderas son infinitas cuando compensa digerir tanta basura.

Con esto pasa un poco como con lo de la sostenibilidad, el feminismo, la igualdad o el machismo. Acaban siendo la boca de un tiburón que tritura cualquier intención de definir los conceptos. Las cosas ahora son lo que nos digan que son y no lo que son en sí mismas. Es la metamorfosis de la realidad a través de la modificación de los significantes. 

En este punto de delirio extremo, este periódico avanzaba ayer otra de esas noticias a las que le falta un corazón. En Reino Unido los jueces han determinado que se podrá exterminar a los fetos con síndrome de Down hasta el momento junto antes de su nacimiento. Porque un segundo antes de nacer son fetos y al segundo siguiente ya son niños, y así, quieras que no, uno se siente menos canalla utilizando la palabra feto. Como si fuera un bulto, un producto defectuoso, un trozo de carne que sobra, un espantajo sin ojos, ni boca, sonrisa, ni pequeñas manos con las que agarrarse a un columpio. Las palabras nos permiten hacer el mal sin que parezca que lo sea.

Todos los periódicos hablan de feto en un bebé de nueve meses de embarazo porque hasta que no nace, hemos decidido llamarlo feto. Y con ese significante construimos la idea o el significado. Llamarlo feto no lo convierte en un bebé, así que se queda uno más tranquilo mientras mira hacia otro lado.

Nunca escuché a una madre decir 'qué ganas tengo de verle la cara a mi feto' y no 'a mi hijo' o 'a mi bebé', cuando se echa las manos a su abultado vientre días antes de que nazca. 

Y como todo queda ideologizado, considerar semejante decisión como una salvajada es de derechas y callar y mirar hacia otro lado es de izquierdas. La izquierda lleva tanto tiempo mirando hacia otro lado con los más débiles que acabará con el cuello roto.

Cuando Nicolás Redondo Terreros, Julio Anguita, Cándido Méndez y los demás, se hablaba de la defensa de los más débiles. Ahora esta defensa es, de nuevo, patrimonio exclusivo de un sexo santificado y exonerado de toda culpa y responsabilidad, el sexo femenino. Que por ser mujer hay que permitir incluso que pueda decidir acabar con la vida de su hijo un segundo antes de que nazca, porque el crío viene, generoso él, con un cromosoma de más. Mientras, eso sí, nos encaminamos a una sociedad que para sentirse mejor viste de eufemismos lingüísticos la realidad física o mental de una persona con discapacidad. Para no ofender. Que así sí que somos más humanos.

La demagogia más infantil lleva a justificar este delirio bajo el paraguas de los derechos de las mujeres, como si acabar con la vida de un niño que no ha elegido formarse con síndrome de Down, fuera un derecho. Pero lo es. De la misma forma que los nazis decidieron que tenían derecho a acabar con la vida de todos los deformes, locos, enfermos o débiles, para mejorar eso que llamaban la raza aria. Mañana serán los que vengan ciegos o les falte un riñón. Queremos niños perfectos. Que no molesten. Y que no supongan una carga de más. Y eso lo único que pone de manifiesto es el abismo que separa el término querer, del de querer en el sentido de amar.

Es imposible no acordarse en este punto de esa estrategia llevada a cabo por Hitler cuando decidió exterminar a los discapacitados porque no merecían vivir. A este programa de exterminio lo llamó Aktion T4. Eran personas que no valían, débiles, inservibles. Cuando el obispo Clemens August Graf von Galen denunció este asesinato selectivo en 1941, fueron muchos, como ahora, los que prefirieron mirar hacia otro lado, abandonando así, una vez más, a los más débiles.

Francisco Javier de Prada cuenta en la Revista de Medicina y Cine que edita la Universidad de Salamanca, cómo Théo Morell, médico de cámara del dirigente nazi, elaboró una memoria en 1939 que bajo el título "Exterminio de la vida indigna de ser vivida" calculaba el ahorro económico que supondría para el Estado alemán asesinar a todas las personas con discapacidad mental o psíquica. "5.000 idiotas con un coste anual de 2.000 marcos por cada uno", decía.

Europa se encamina hacia este abismo: el de abandonar al ostracismo de la oscuridad al más débil, al enfermo, al que no encuentra motivos para vivir, al desgraciado, al que está solo, al que no le sonrió la vida, al que no puede costearse un enfermero, al que cometió un error del que no pudo sobreponerse.

Para quienes se lleven las manos a la cabeza con ridículos golpes en el pecho denunciando que no es comparable la eugenesia de Hitler con la anunciada por el Reino Unido, cabe tan sólo una pregunta: ¿cambian en algo las consecuencias de aplicar esta eugenesia, si lo hace Hitler o si lo permite la Europa del siglo XXI? 

Si la respuesta está en que no es lo mismo decidir ejecutar a un bebé con síndrome de Down a tan sólo un segundo antes de nacer porque aún no ha nacido ni se le va a permitir hacerlo, habremos tocado suelo en nuestra descomposición como especie humana, mientras aprobamos leyes que condenan con hasta 18 meses de cárcel el maltrato a un animal.

Nunca antes un niño tuvo menos derechos que un gato ni fuimos tan cobardes como para no defender la verdad. Por miedo al señalamiento de la nueva Inquisición.

Hay más amor en un niño con síndrome de Down que en cualquiera de quienes quieren condenarlo por derecho, antes de nacer. Nunca se debe matar a un ruiseñor.