Si se preguntara a la gente de la calle, excepto los palentinos, quizás fueran pocos los capaces de decir algo sobre Carlos Fernández Carriedo, salvo que el nombre les resulta familiar. Es algo que llama la atención, porque aparece retratado a diario en los medios de comunicación regionales, como consejero y portavoz de la Junta de Castilla y León.

Por otra parte, en lo que va de siglo, ha asumido la responsabilidad de unas cuantas consejerías: Sanidad y Bienestar Social, Fomento y Medio Ambiente, Empleo, Economía y Hacienda.

Además ha sido durante un porrón de años (nueve o así) portavoz del Grupo Popular en las Cortes de Castilla y León.

Natural de Monzón de Campos (Palencia), Carriedo es un mago que oculta en su chistera el secreto de la longevidad política. Es memoria bípeda de buena parte de los grandes acontecimientos de esta comunidad autónoma.

A uno le sorprende su extraño don de la ubicuidad. Porque cuando se creaban las principales instituciones autonómicas de Castilla y León, Carriedo ya estaba allí, como el dinosaurio de Monterroso. Increíble, pero cierto. Estaba, pero no se notaba que estuviera.

Es probable que el 22 de julio de 1978, cuando era tan solo un adolescente de quince años, anduviera merodeando en derredor del castillo de su pueblo, tratando de averiguar qué narices se dilucidaba allí dentro, en el cenáculo de aquel raro órgano preautonómico denominado Consejo General de Castilla y León.

Aquella reunión de Monzón resultó decisiva para Castilla y León, porque significó la puesta en marcha del proceso formal que conduciría a la creación en 1983 de nuestra comunidad autónoma. Consciente de la importancia de aquel insólito cónclave en su pueblo, acaso germinó entonces en Carriedo la marcada vocación política que le caracteriza.

Si la política tiene también sus diez mandamientos, Carriedo es el mejor devoto en Castilla y León. Los cumple todos. Habitualmente, debido a sus cargos, le corresponde hablar mucho, lo cual es peligroso en el mundo canalla en el que se desenvuelve, porque aumentan las probabilidades de cometer errores. Pero su discurso es siempre cauto, respetuoso y sosegado, y de tono suave y sin altibajos.

Incluso despeñándose o en medio de un naufragio, uno no se imagina a Carriedo profiriendo palabras gruesas ni elevando el tono de voz. Tal es su talante en los plenos de las Cortes regionales desde hace casi treinta años.

Es otro de los dones de Carriedo, junto a su memoria de elefante y la capacidad de trabajo. En cierta ocasión, el consejero de Medio Ambiente de turno tenía que defender una iniciativa parlamentaria en las Cortes de Castilla y León. Pero se despistó de esta obligación y acudió a una cita en Ávila. No fue ningún problema. Carriedo, sin ningún papel, se erigió en defensor de la propuesta y nadie echó en falta al consejero desorientado. Una proeza oratoria que dejó estupefactos a los grupos de la oposición y a los procuradores de su propio partido, el PP.

La discreción, la versatilidad (se le puede encomendar cualquier cartera o cometido), el hecho de que nunca se crea favorito, su escaso afán de lucimiento, han hecho de él un personaje imprescindible para todos los presidentes de la Junta de Castilla y León en los últimos treinta años.

Juan José Lucas, Juan Vicente Herrera y, actualmente, Alfonso Fernández Mañueco lo han tenido siempre a mano para sacarles las castañas del fuego cuando todo se desmoronaba a su alrededor.

Carriedo se afana estos días en los presupuestos generales de Castilla y León para 2023, que es lo que le toca ahora, explicando con acierto lo inexplicable, defendiendo también en las frías matemáticas el pacto con los socios de Vox. Es educado hasta la exasperación incluso en las bofetadas dialécticas que debe propinar a la delegada del Gobierno, Virginia Barcones, cuando se inmiscuye en sus cuentas autonómicas.

Así pues, quien tiene un Carriedo tiene un tesoro. Un prodigioso nigromante de la política injustamente poco conocido entre el gran público.

En el ambiente de crispación que se ha adueñado de las Cortes cidianas, entre el hedor de sonadas acusaciones e insultos, uno disfruta verdaderamente de la oratoria parlamentaria solo cuando interviene Carriedo.

Ni Pablo Fernández ni Igea ni Tudanca ni García-Gallardo. A mí, como a Baroja con los caballitos del tiovivo, que me dejen a Carriedo, ay.