Como decía Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Pues bien, estas, las circunstancias, no me han animado a abrir el balcón para saborear intelectualmente los acontecimientos de la vida, sino que han provocado en mí un rechazo tal, que, en vez de dejar entrar los rayos de la luz exterior, siguiendo a San Agustín, me he recluido en mi interior en busca de la verdad.

Con ese ánimo he ido repasando mis personales reacciones y he encontrado rabia, incredulidad, desamparo, desengaño e incluso sorpresa. Rabia por ver que se magnifican algunas actitudes y se ocultan otros gravísimos actos delictivos. La “paja” en el ojo ajeno sigue siendo mucho más grande que la “viga” en el propio. Cinismo en estado puro. Incredulidad porque no esperas que ciertas reacciones pasen a ser portada de periódicos. Desamparo y desengaño porque la confianza se ha visto truncada. Y ¿Sorpresa? ¡Qué más quisiera yo que sentir sorpresa! Significaría que se me presentan ante mí hechos anecdóticos, poco habituales, comportamientos aislados que muestran la bajeza del ser humano. Eso me permitiría pensar que lo rastrero del hombre no se da en él, a excepción de contadas, casi inapreciables, ocasiones. Sin embargo, la realidad es otra. Bruto está presente demasiadas veces en la vida. La traición, la negación del otro cuando las cosas no van bien, el olvido, la indiferencia, el abandono y un sin fin de actitudes claramente despreciables abundan más en esta existencia transitoria que quiebra toda expectativa de encontrar bondad en la condición humana. Las tres negaciones se repiten cada día; Caín matando a Abel se reproduce en este llamado "valle de lágrimas"; un plato de lentejas encima de la mesa de la traición, el engaño y el cambalache; una bolsa con 30 monedas atrofia la razón, compra voluntades y entrega al inocente. Estos hechos no son metáforas de la vida, son realidades que se van repitiendo, una y otra vez, ¿la misma condición del hombre?

Cada amanecer un hombre niega al otro, nos matamos; cada día se venden amistades y, en muchas ocasiones, el dinero obnubila nuestra mente para entregar al semejante a la burla de los demás, al desamparo, a las críticas e incluso a la muerte. Esta es la constante en la crónica de sociedad. Es una traición a la propia condición humana. No quiero caer en la tentación de admitir que esta condición sea tan perversa. No voy a apuntarme tampoco al carro del "buenismo roussoniano" y pensar que "todo el mundo es bueno". La experiencia personal y la historia de la humanidad demuestran lo contrario. Pero, también es cierto, que no todo el mundo es malo. Si esto es así, hay un hecho evidente: quien hace bueno o malo al hombre no es su condición, sino sus actitudes, sus obras. Lo decía Jesús en el Evangelio: "Por sus obras los conoceréis”

Hecha la reflexión sobre la bondad o maldad de lo humano, otro pensamiento sobrevuela en mi interior: ¿cómo se sienten aquellos que, venden, traicionan o niegan? ¿Qué queda en su conciencia? No lo sé, probablemente dependerá de si está viva, laxa, adormecida o narcotizada. Expresarlo en palabras es una difícil apuesta, porque se pasa de la rabia al desprecio, de la tristeza al lamento y hasta la venganza puede aparecer como respuesta a estas malas prácticas de algunos. Pero al final, cuando las cosas se sosiegan en el interior de cada uno, lo que queda es la paz por responder con dignidad, la tristeza por el desengaño, y cierta alegría por saber que, a pesar de todo, sigues en la lucha, que nadie te derrota y que tienes la suficiente fuerza interior para seguir adelante. A los demás les recaerá sobre su conciencia la eterna inquietud por si han actuado correctamente o no.  En eso estará su culpa.