Las playas se llenan, los aeropuertos se colapsan y las ciudades costeras duplican o triplican su población. Este año todas las miradas están puestas en alcanzar los 100 millones de turistas, lo que equivale a dos visitantes por cada español. Es un hito que confirma a nuestro país como potencia turística mundial pero también obliga a preguntarnos el modelo que lo sustenta y sus efectos colaterales.
El turismo es, sin duda, uno de los grandes motores económicos de España. Supone más del 12% del PIB y genera cientos de miles de empleos directos e indirectos. Sin embargo, ese éxito no está exento de costes. Hablamos de un turismo profundamente estacional, concentrado en unas pocas semanas de verano y geográficamente limitado a las zonas costeras más saturadas del país.
Ciudades como Barcelona, Palma, Málaga o Valencia y todos los municipios que las rodean en el litoral reciben una presión turística desbordante: Benidorm con 74.600 habitantes recibe a tres millones de turistas o Peñíscola, con 8.500 habitantes supera los 300.000 visitantes. Esta presión tiene consecuencias, la vivienda se convierte en un bien escaso y caro, los alquileres suben, los vecinos son expulsados de sus barrios, los servicios públicos se tensionan. Lo que dinamiza la economía a corto plazo, profundiza desigualdades y precariza la vida cotidiana.
Este verano, además, el debate se ha intensificado. El rebufo del apagón nos trajo averías en las líneas de Alta Velocidad y el caos en el control de pasaportes de Barajas, nos recuerda que nuestras infraestructuras clave no siempre están preparadas para absorber la presión del modelo actual. ¿Se imaginan un apagón el 15 de agosto en toda España? El turismo masivo nos advierte de que no es solo una cuestión de imagen o vivienda, sino de capacidad estructural.
Frente a este modelo saturado, emerge otra posibilidad, potenciar un turismo distribuido en el territorio y estable en el tiempo. Las miradas se dirigen al interior, a la España vacía o vaciada, que atesora un enorme patrimonio cultural e histórico. El turismo puede ser uno de los antídotos frente a la despoblación, un catalizador económico para comarcas olvidadas. Pero para que eso ocurra, no basta con buenas intenciones. Hace falta rehabilitar patrimonio, invertir en infraestructuras básicas, garantizar servicios públicos. Y también, algo menos tangible pero igual de importante: reconstruir el relato turístico del país.
Porque lo que España vende al exterior no es solo un destino, sino un imaginario. Y ese relato sigue ligado en exceso al "sol y playa", a la masificación, al consumo rápido. Es hora de impulsar una narrativa distinta, que apueste por un turismo de calidad, por el descubrimiento pausado del territorio, por la sostenibilidad y la experiencia cultural. El interior del país —desde pueblos medievales a parques naturales— tiene mucho que ofrecer, pero necesita visibilidad, inversión y propuestas concretas.
Además, en un contexto de calor extremo y temperaturas récord, los llamados refugios climáticos del norte y el interior pueden convertirse en una alternativa estratégica. Un buen ejemplo de este cambio de mirada es el Pirineo aragonés, donde tanto el Gobierno de Aragón como los ayuntamientos están trabajando para romper con la estacionalidad ligada a la nieve y atraer visitantes también en verano, mediante rutas culturales, senderismo, gastronomía y patrimonio.
España no puede permitirse un turismo que lo llene todo y lo vacíe todo al mismo tiempo. Este verano, mientras las cifras baten récords, conviene mirar con más atención a lo que estamos dejando atrás en nombre del éxito. Y preguntarnos: ¿estamos construyendo un modelo turístico que garantiza futuro, o simplemente aguantamos la presión temporada tras temporada?