Qué extraña esta primavera imprevista, de lluvias y cansancio, de Semana Santa que llega con retraso. Estamos en trance de extinción por fronteros y palabras núbiles, aranceles calculados como una tabla de comida a domicilio. ¿Cómo llegará todo esto a hasta la esquina silenciosa? Donde no quedan pueblos y los que siguen vivos parecen haber olvidado qué hacer cuando se sienten habitados.
Me encuentro sin tren. Sin tren hasta que el tiempo vuelva a ser sincero y sin opción de caminar intermitentemente hasta esa ciudad prodigiosa que se llama (ba), Zaragoza. Allí me encuentro a desconocidos que me resultan familiares, como si el juego hubiera cambiado sus instrucciones a mitad de partida. Donald, de color rubio, zanahoria y disfuncionalidad.
Me sorprende el Aragón donde una ciudad flota sobre nosotros, con hospitales y bibliotecas, con la boca llena de hoy y ayer. Zaragoza, Ateca, Calatayud, no se explican de un solo golpe, el ruido no despierta al silencio, así que veo manifestaciones ridículas, piedra, pedrisco, que, en afonía no se le grita a la noche. Caricaturas nacionales, sociopátas en la televisión, números que dan a los ojos que miran una especie de luto abierto a los milagros, pero en ningún camino veremos llegar a los que nos salven.
¿Tienes hambre? ¿Quieres trabajar? Es una educación privada, son los números de final de curso, así el ruido no se va a permitir despertar al silencio. Hoy, en Ateca, le digo a mi hijo, despierta, niño, que los dos ríos se juntan y han olvidado a tu padre. Nos arropamos juntos, en autobús, repito, entre los libros, sin especialistas… ojalá ser Aragón un lugar con poder, con esa manera solidaria de faltar al respeto, sin negritas ni olvido, porque el olvido llega con mucha sed, y en Semana Santa, sobre todo, se impone la limonada, de azúcar y alto alcohol.
Entre mis alumnos, niños que no son niños, que no son tus niños, que en su domingo llega el final del reinado. Esta columna, tecleada a medias en mitad, también, de un domingo agitado, lleno de bullicio y apreturas, en la autovía de vuelta.
Confuso, lento y remolón, lo llaman cachazudo, otra semana por delante, con tiempo y fiebre. El domingo es el final del reinado como lo es el lunes de Pascua. Pero en la gran Siva proletaria, que tendrá en el lunes las manos enjoyadas, se dejará rozar por José Luis Rodríguez (Zapatero), por la mentira de este Gobierno, por los delirios semánticos de la vicepresidenta Moreno.
Por favor, mil manos filialas para pulsar a la vez las teclas, mil manos violáceas y mordidas por la máquina troqueladora. Pero no existe, lo siento, ni las mil manos requemadas por la carretera sin hacer, las vías pendientes, apresurados lirios entre la vajilla que me queda por fregar. No es mostrador, es un café para mis compañeras.
Mi primera novela, que sustituirá a mi tristeza, pero no lo hace, en realidad, cafés fríos y calientes, un hogar, el mío, como miles de hogares, comprando tebeos y acciones del Banco Santander, esperando el estreno de «Andor». Tomaré las tijeras, recortaré los fragmentos que se han manchado, intentaré reparar los estragos de todas estas semanas en las que el sudor ha sido invadido por el aire acondicionado Gasolina, manchas de brea y tinta, qué manos de límpida geometría con la que abrazaros. Hermosa letra que no muerte.
Fíjense, amigos, que el otoño se ha marchado seco, dejándonos toda la brea para la París-Roubaix. El infierno del norte. Esa es mi vida, la cutícula, obstinada y lenta, sin querer crecer, huellas de las canteras, rastros de los guijarros. Una tarea breve y minuciosa que he guardado en un sobre ensangrentado.