En el año 1968, el filósofo francés Henry Lefebvre acuñaba el término 'derecho en la ciudad', que partía del impacto negativo sufrido por las urbes en los países de economía capitalista, con la conversión del espacio urbano en una mercancía al servicio exclusivo de los intereses del capital. Como contrapropuesta a este fenómeno, Lefebvre construyó un planteamiento político para reivindicar la posibilidad que las personas volvieran a ser propietarias de la ciudad, abogando por "rescatar a la ciudadanía como elemento principal, protagonista de la ciudad que ella misma ha construido".
Si analizamos los datos de movimiento poblacional, observamos que el proceso de urbanización en el mundo es una tendencia en aumento. En menos de un siglo, casi cuatro mil millones de personas habitarán en áreas urbanas. Podemos afirmar pues que las ciudades son y continuarán siendo el punto de partida de las principales transformaciones sociales y, en consecuencia, el principal núcleo generador de desigualdades relacionadas con la renta per cápita, el acceso a servicios y bienes, la edad, el origen social y, transversalmente a todas las anteriores, el género.
Uno de los principales problemas de estas desigualdades es que parten de roles históricos asentados, con origen en las relaciones de poder establecidas a lo largo de la historia y que tienen su origen en la organización medieval, primero, y en la sociedad capitalista, más tarde, ambas basadas en la jerarquía, la prestación de servicios y la distribución de bienes.
Por otro lado, la Revolución Industrial lleva asociada una diferenciación de papeles en los sistemas de trabajo, que marca una clara diferencia entre la esfera productiva, vinculada a las relaciones y al espacio público, y la esfera reproductiva, relacionada con los cuidados y con el espacio doméstico. Si ponemos género a estas esferas, resulta que el hombre se asocia a la producción (y por tanto en el espacio público) y la mujer, a la reproducción (y por tanto en el espacio privado).
A partir de las esferas productiva/pública y reproductiva/doméstica, se genera un falso imaginario que define lo público como masculino (y por lo tanto fuerte) y lo doméstico o privado como femenino (y por lo tanto débil). Recuperar el espacio urbano pasa por eliminar la diferenciación entre productivo y reproductivo, que limita el derecho en la ciudad de las mujeres y de otros colectivos vulnerabilizados.
Sin embargo, la tendencia histórica ha sido pensar las ciudades para un ciudadano tipo que Amaia Pérez Orozco define como el BBVAH: blanco, burgués, varón, adulto y heterosexual. Esta categoría excluye a numerosos colectivos, entre ellos la infancia, la gente mayor, las personas con diversidad funcional y las mujeres.
Desde el punto de vista urbano, el espacio público es uno de los pilares principales para garantizar el derecho en la ciudad del cual hablaba Lefebvre: es el lugar de relación, de intercambio y de generación de identidad, pero también es donde se originan las jerarquías y las desigualdades. El reto es, pues, avanzar hacia un entorno integrador, capaz de asegurar la autonomía de todos sus usuarios, independientemente de su edad, condición social y física y género.
En este sentido, tiene mucha importancia el diseño urbano. La ubicación de los espacios de relación, las actividades que se favorecen, el mobiliario urbano... Son aspectos clave para favorecer la capacidad integradora de la ciudad y la autonomía que, en el caso de las mujeres, va íntimamente ligada a sentirse seguras.
Sin embargo, las políticas de seguridad se centran generalmente en la prevención del delito tipificado, con criterios de justicia y criminología. El incremento de presencia policial o el cierre de los parques por la noche son algunos ejemplos. Pero hay que tener en cuenta que existen formas de violencia contra las mujeres que no están criminalizadas, a pesar de que influyen en la percepción del miedo. Hablamos, entre otros, del acoso sexual “de calle”.
Por tanto, debería incluirse esta percepción del miedo en la planificación física del entorno, combinando las medidas físicas (iluminación, visibilidad...) con las relacionadas con los roles sociales (heterogeneidad de usuarios, uso equitativo de hombres y mujeres, diversificación de actividades...).
Otro aspecto a tener en cuenta en cuanto al diseño urbano es la movilidad. La ciudad se proyecta para el ciudadano tipo definido anteriormente, pero también –y sobre todo– para sus artefactos de cuatro ruedas. Se plantea siguiendo una pirámide de movilidad que prioriza el coche ante el transporte público, la bicicleta y el peatón, en este orden. Comprar un coche supone un esfuerzo económico reservado a mayores de edad y no indicado para personas con discapacidad física o sensorial. Se repite, pues, el modelo de destinatario.
En el caso de los hombres, además, la movilidad privada suele quedar reducida a itinerarios de punto a punto (de casa al trabajo), muy diferentes a los realizados por las mujeres, que se caracterizan por ser radiales, cortos y complejos, con muchas más paradas entre el destino y el origen. Estos puntos intermedios están relacionados con el trabajo reproductivo (cuidado de personas dependientes, gestión del hogar...) y suponen una de las brechas de género en la movilidad.
Con todo, el primer paso hacia la democratización de la ciudad pasa por recuperar el espacio público como espacio de relación, diseñado a partir de las necesidades reales de todos los colectivos. Es urgente poner en marcha una reflexión sobre un modelo de ciudad que la piense como conjunto, desde el punto de vista físico, ambiental y social.
En este sentido, es especialmente relevante la necesidad de tejer una alianza institucional sólida en que las distintas áreas de la Administración no solo se coordinen en las actuaciones, sino que, además, compartan conocimientos e información y diseñen e implementen proyectos de manera conjunta entre departamentos, siempre en cooperación con la ciudadanía