Me dejo llevar por el Carnaval, totalmente embravecido, tópico y ajeno a cualquier problema que nos rodee. A cien kilómetros de Zaragoza se difumina el 8M como si sus aliados fundadores (y uso la o con maldad y precisión) se hubieran destacado como ojerosos malversadores de sus propias proclamas. La risa deja espacio a la queja, como es habitual en esta columna jacobina y liberal (llena de contradicciones, por algo la firma un funcionario de carrera. Carrera por los años, no por el desarrollo personal).
Todavía con el sabor a hierro y sal de la intervención de Mariano Rajoy en una de esas comisiones que tienen mucha televisión y pocos resultados, me desespero ante una realidad agotadora: el registrador de la propiedad, con su pelo teñido, su barba blanca y sintaxis imposible, ejerce más de oposición en cuatro frases cortadas con la dinámica de las redes sociales. Directas a la anécdota y los descontextualizados. Lo cierto es que a Gabriel Rufián, uno de los que siempre pregunta, exhibiendo su voz profunda de las grandes cuestiones de república y corrupción, se le está poniendo una carica -como decimos en Aragón- de José Meliá que no tiene pinta de írsele a corto-medio plazo.
Y es que el tentempié del franquismo quita el hambre en el momento, pero, cuando vuelve, lo hace con atrasos y uno, él o el resto de los independentistas catalanes en el congreso, empiezan a retomar los discos de Sopa de Cabra y las reposiciones de 'Plats bruts' (con el incansable Joel Joan y Jordi Sánchez antes "Antonio Recio" en La que se avecina). Y es que tanto tiempo en Madrid acaba dejando un deje de centralismo charnego medio lumpen, que gusta a los de Bajo Llobregat, del Alizz a Pau Gasol, pasando por la Rosalía (y perdonen el la, pero no suena igual sin el artículo), por la parte de academia de bachata en turno de tarde, pero no tanto a Míriam Nogueras, estoica en su monolingüismo biológico.
La señora Nogueras, con sus siete votos, ha doblegado al Estado Español (porque decir España es cualitativamente imposible ahora mismo) con una media sonrisa de suficiencia y un grupo de WhatsApp con Waterloo. Llevo unos cuantos caracteres tratando de pasar a limpio la idea de que no siempre hay encaje entre democracia y matemáticas, como tampoco lo hay entre la transferencia de la competencia en inmigración y las políticas progresistas.
De las propuestas del independentismo catalán no se puede esperar nada bueno para España. Ni para los pobres, que huelen a España y a pelarza de fruta exprimida. Porque lo que desean con sus siete votos es un zumo en tetrabrik, decantado de pureza. Y son siete votos y a Pedro Sánchez no le importa que truene la democracia ni que la pródiga España sea una denominación sin futuro. Nunca, repito, nunca, nada bueno saldrá de lo que consigan. Ni la quita ni la transferencia, porque la idea es la asimetría. En la diferencia está la supremacía, en los recaderos de momias idiomáticas, reconvertidos en profanadores de tumbas.
La desaparición del principio de igualdad se ha conseguido, poco a poco, socavando la opinión pública, hasta conseguir que los progresistas, los domados y los odiadores habituales se agilicen en su opinión sincronizada. Una confabulación de reivindicaciones nocivas, que regurgitan lo peor del pesebrismo: uso de la lengua como una mercancía chabacana, una compraventa de riqueza averiada.
Los porcentajes ofrecidos en la enésima comunicación del PSOE, en la que se habla de "En nuestros días el 18% de la población catalana tiene nacionalidad extranjera y un 24% han nacido fuera de Cataluña" es un humillante uso de los números, unos porcentajes de la vergüenza. Si ustedes restan, el 6% son los charnegos, o los nuevos charnegos, es el tipo de Binéfar que va a dar clases a Gerona o la muchacha de Graus que lleva las cuentas en un concesionario de Salou. Cómo se nota que la próxima semana estoy de evaluaciones en el instituto.