No fue un congreso, fue un una capea, como diría el gran Albert Boadella:«Hay ciertos estados mentales que van más allá de la militancia o la fe y entran en el campo de la doma».

En Aragón, con su falta endémica de agua, un escupitajo es muy apreciado, por eso muchos de nuestros representantes -socialistas, digo-, se marcharon a casa con el esputo en la garganta o lo traían tragado desde antes de Despeñaperros.

Una reunión de leales a una causa de plomo y amianto, tóxica en su definición, carente de discusión, un retablo del socialismo de Balenciaga, mediante el cual todos los días nos íbamos a bañar en los derechos del hombre y hemos terminado incluidos, disidentes y observadores, en el liviano límite que marca la distancia entre el demócrata y la ultraderecha.

Nadie pide disidencia en un congreso de partido, pero, al menos, que no nos dé la sensación a los que observamos desde fuera que los distintos delegados fueron arrastrados a una reunión de fin de curso, una comunión laica, una coronación de cartón con joyas cubiertas de barro. Esa sensación de cuadro con lanzas, verjas con picas y cristales rotos, mugidos de alabanza norcoreanos, demuestra que jugamos, que juegan, en una partida de naipes con esquinas marcadas.

El demócrata se ha convertido en un elemento aislado de la realidad, que solo respira una atmósfera de composición medida y acordada a sus necesidades ideológicas. Los que estamos fuera de ese lugar, somos arrabaleros bucaneros de pulsera, usuarios de X, posiblemente, el lugar donde se propagan las líneas de logística y los bulos. La fluidización del dinero, la hemofilia financiera. El terror crea inercia y el deshielo de la miseria es imparable en España desde los atentados del 11M.

El partido socialista es un ente frentista, que funciona como un grupo electrógeno alimentado por la gasolina de los devotos y el catalizador de los que, en un resalto de tarde, dinamitarían España, empezando por el nombre.

Un Gobierno, un partido, un sindicato. Todos juntos, con el puño en alto, hasta la lucha final. ¿Es esta la España que queremos mostrar al mundo? Rebasada de corrupción desabrochada de cualquier modernidad europea, que pastorea a sus ciudadanos con la recaudación bucanera y el matonismo institucional del que se sabe dueño de una parte del patio (y con diezmos suficientes para adentrarse en los peligrosos aledaños periféricos). Barones de un juego de rol ochentero, con tanto valor como el que le permiten las reglas del que lo organiza, sentado en la Moncloa, plató de televisión y recepción de apaños.

Y Aragón, abierto en canal, se debate entre la solidaridad y coherencia que ha demostrado la corriente lambanista y la impúdica y servil zozobra que nos imponen desde Madrid: legañosa y arrastrada. ¿Sobre quién recaerá el futuro de la región? ¿Existe una diferencia cualitativa? ¿Alguien nos tendrá en cuenta? Aragón es tierra de coherencia y sacrificio, pero hemos sido ninguneados como todo aquel que no emana exabruptos, amenaza con deserciones y se encastilla en delirios de raza y pólvora. ¿Es momento de encontrar un punto de fuga?

Me arde la sangre, aragonesa y española, mientras tecleo estas palabras. Acude, de nuevo, la penuria hermética de la boca seca, esa sensación de una sed que busca agua atrasada y nunca queda saciada. Y usted, presidente, no necesito palabras precisas, me vale la chulería, me ofrece barro reciente. Lo peor es que, algunos, acudieron con su propia cuchara al congreso, dispuestos a dejar el plato limpio.