Ana Yael

Ana Yael

La tribuna

Los bárbaros de la cultura

El autor reflexiona sobre el uso de la lengua como arma política y las barbaridades que el nacionalismo ha cometido contra el saber y el conocimiento a lo largo de la Historia.

28 octubre, 2016 00:22

Si los nacionalistas españoles celebraban el Día de la Victoria el 1 de abril, los nacionalistas catalanes, como buenos victimistas, celebran el Día de la Derrota cada 11 de septiembre. El historiador Vicens Vives confesaba: “En más de 3.000 documentos inéditos que llevamos recogidos, no hemos encontrado ni uno que hable de una emoción colectiva catalanesca, que nos revele un estado de conciencia nacional. Lo sentimos como catalanes”. Daba igual; que la verdad no te estropee una exclusividad.

A principios del XIX, con la Renaixença, empezaría la manipulación: Próspero de Bofarull, director del archivo de la Corona de Aragón, reescribió el Llibre del Repartiment del Regne de Valencia, suprimiendo apellidos aragoneses, navarros y castellanos para realzar la importancia de los catalanes en la conquista del reino de Valencia; y aunque Joanot Martorell dijera en el prólogo del Tirant lo Blanch que lo había escrito en “valenciano vulgar”, se ha eliminado dicha referencia en varias ediciones publicadas en Cataluña.

Me inquieta sobremanera el saber que nos roban o, simplemente, el saber que se pierde, desde los primeros relatos contados por cazadores en las cavernas del Paleolítico hasta las últimas manipulaciones nacionalistas. Ya nos advirtió Flaubert que la Historia es como el mar, grande por lo que borra. Como aquellos cazadores, Buda, Confucio, Sócrates y Jesús vivían en el reino de la oralidad, nada escribieron, con lo cual siempre tendremos la duda de si sus enseñanzas nos han llegado distorsionadas. En Fedro, Platón toma la palabra transmutado en Sócrates para criticar la escritura como enemiga de la memoria.

El paso del tiempo ha hecho que muchas obras clásicas se hayan convertido en anodinas vidas de santos

Bergamín, en La decadencia del analfabetismo, se pregunta qué hemos perdido aprendiendo a leer, qué formas de conocimiento poseían los hombres de la Prehistoria o los pueblos sin escritos, que nosotros siempre ignoraremos. Para Marshall McLuhan, el paso del habla a la escritura supuso una “destribalización” de la humanidad con tintes esquizofrénicos.

Como si fuera el último eslabón, Aristóteles menciona en la Poética veinte tragedias que ya no conocemos. Y Cicerón escribe sobre algunos autores griegos cuyas obras se perdieron, debido, en parte, a que en muchos monasterios los monjes cogían los pergaminos de los griegos paganos y escribían encima. Así, obras clásicas se convirtieron en anodinas vidas de santos. Otras veces, el fuego exterminaba los libros al quemar la madera de las catedrales y las bibliotecas. ¿Cuánto saber desapareció en los miles y miles de rollos de papiro que se quemaron en la Biblioteca de Alejandría?

Aparte del fuego, o en connivencia con él, los mayores exterminadores de libros han sido los cristianos españoles (Cisneros ordenó quemar todos los libros musulmanes de Granada, excepto alguno de medicina; en el Nuevo Mundo, se enviaron al fuego por maléficos los códices mexicanos); los cristianos europeos (en Tierra Santa destruyeron tres millones de libros musulmanes); los mongoles que tomaron Bagdad, los turcos que tomaron Constantinopla…

Del Sócrates español conocemos los apuntes de sus alumnos, es decir, aproximaciones y tergiversaciones

De las cien tragedias que escribió Sófocles se conservan solamente siete. La mayoría de escritos de Leonardo da Vinci ha desaparecido. El teólogo Francisco de Vitoria, llamado el Sócrates español, nada escribió: "Conocemos sus ideas gracias a los apuntes que tomaban en clase los discípulos"; los libros que llevan su nombre son, pues, meras aproximaciones estudiantiles, incluso tergiversaciones.

De las mil ochocientas comedias de Lope de Vega, sólo han llegado a nuestros días cuatrocientas. Y Lorca les contaba a sus compañeros del 27 el argumento de una tragedia griega que nunca escribió: “En Córdoba vivía un rico labrador con su hijo, mozo solitario, que estaba enamorado de su jaca. El padre, para contrariar estos amores, se llevó al animal a una feria vecina para venderlo. El hijo se enteró y fue por su jaca al mercado. Su jaca blanca, al verle, saltó de alegría la empalizada en donde estaba presa. Volvieron jaca y mozo hasta el pueblo. El padre que los vio fue por su escopeta y disparando contra el animal lo dejó muerto. El mozo, enloquecido, con un hacha, furiosamente, mató a su propio padre”.

Otro de los pilares en que se asienta el saber perdido es la traducción: algunos tratados del sánscrito tienen tal profundidad psicológica que no es posible traducirlos fidedignamente a los lenguajes del siglo XXI. Uno de los traductores de Kundera no sabía ni una palabra de checo: “¿Cómo tradujo mi libro?”. “Con el corazón”. Y el traductor sacó de la cartera una foto del escritor. “Era tan simpático que estuve a punto de creer que se podía traducir gracias a una telepatía del corazón. Naturalmente, la cosa era más simple: había hecho la traducción a partir del refrito francés”. Nabokov advertía de que, al principio de Ana Karenina, deliberadamente, Tolstói repetía ocho veces en seis frases la palabra “casa”, pero en la traducción francesa sólo aparecía una vez.

“Quizá el escritor más grande es aquel del que no hemos leído nada”, sentenció Jean-Claude Carrière

En sueco no existe el vocablo párpado, hay que usar tres palabras para definirlo; en la lengua de los esquimales existen más de veinte palabras para designar las calidades del hielo y la nieve; en francés no se te cae el alma a los pies, sino los brazos…

El dramaturgo Jean-Claude Carrière sugiere con lucidez: “Quizá el escritor más grande es aquel del que no hemos leído nada”. Carrière añade otro motivo de saberes perdidos: la negligencia. A propósito de una visita que hizo a la directora de los Archivos Nacionales de Francia: “Diariamente un camión va a los Archivos para cargar montones de papeles viejos cuya destrucción se ha decretado porque hay que hacer sitio para poder acoger todo lo nuevo que llega. La directora me contó que un día llegó al trabajo y se disponía a entrar en el recinto justo cuando salía uno de esos camiones. Vio que de una bala enorme sobresalía un trozo de papel de color amarillento. Hizo que pararan inmediatamente el camión… Encontraron uno de los raros carteles del Illustre Théâtre de Molière, de cuando todavía trabajaba en provincias. Los negligentes quizá hayan causado más daños que los destructores”.

La imprenta primero, las nuevas tecnologías después, parecían las sagradas hornacinas que preservaban todos los saberes. Sin embargo, Umberto Eco se lamentaba de que ningún ordenador podía leer ya los primeros disquetes: “He intentado desesperadamente recuperar una primera versión de El péndulo de Foucault que debí de salvar en un disquete en 1984, pero sin éxito”.

Umberto Eco descubrió disparatadas teorías lingüistas nacionalistas en su búsqueda de la lengua perfecta

Y volvemos al origen del lenguaje. El propio Eco, cuando trabajaba en un libro sobre la lengua perfecta, descubrió las disparatadas teorías de lingüistas nacionalistas, convencidos de que la lengua de su país era la lengua de Adán. En enero de 1900, La Veu de Catalunya publicó un artículo que aseguraba que el catalán era “la madre de todas las lenguas y hay quienes dicen que es la única que se hablaba en el mundo antes de la confusión de la Torre de Babel”.

Burlándose de esos delirios lingüísticos, el joven Unamuno escribió un aforismo: “Dice que Adán hablaba vascuence, y otros hebreo. Sí, traducidos”. Ya anciano, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, se enfrentó a otro fanático, Millán Astray, en un discurso del que no hubo grabación ni versión taquigráfica; lo que conocemos es una mezcla de los recuerdos de varios estudiantes y de una hija, Felisa. ¿Se perdería en la noche de los tiempos el destello de alguna frase, el resplandor de algún pensamiento?

Unamuno dijo: "Venceréis, porque tenéis en vuestras manos sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis"

Estando en la Academia de España en Roma, situada en un antiguo convento, Joaquín Leguina escuchaba las explicaciones del secretario sobre una inscripción del altar subterráneo: “Ferdinand hispaniae rex et Helisabe 1502". Le decía que el deseo de Fernando de Aragón había sido que se inscribiera sobre la piedra su condición de Rey de España. De repente, una mujer de mediana edad y acento catalán, con actitud agresiva, le espetó al secretario: “Eso de que Fernando de Aragón era Rey de España se lo acaba de inventar usted”. “Señora, lea usted la inscripción…”.

Para cerrar la controversia, faltó el fundador de la Legión gritando como un poseso: “¡Muera la inteligencia!”. Y Unamuno: “Hagamos a un lado la afrenta personal implicada en el súbito exabrupto, lleno de vituperios, contra los vascos y los catalanes en general… Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis, porque tenéis en vuestras manos sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para poder persuadir necesitaríais lo que no tenéis —la razón y el derecho en la lucha—. Considero fútil exhortaros a pensar en España. He terminado”. Suponiendo que estas fueran las palabras exactas que pronunció en su último discurso...

*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

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