Murió José Antonio Llorente, socio fundador de la consultora LLYC (antigua Llorente & Cuenca) y presidente ejecutivo de la compañía hasta su último día.
Se han glosado con justicia sus muchos méritos en el mundo de la comunicación y el marketing, su visión pionera, sus logros empresariales. También en los asuntos públicos, en la mejora y normalización de las relaciones de las empresas con las distintas administraciones. Este es un legado menos conocido, pero igual de valioso.
Mucho se ha hablado en los últimos años de la necesidad y de la oportunidad de aumentar la intensidad de la relación entre España y América Latina y el Caribe. Los vínculos económicos y comerciales están muy por debajo de los históricos, culturales y afectivos entre ambas orillas. Y a solucionar ese sinsentido ha contribuido José Antonio Llorente a través de LLYC, una compañía global con una vocación transatlántica evidente. Para los apasionados de América Latina, LLYC siempre tuvo y mantiene un atractivo especial.
Era un hombre elegante y lo fue hasta el final. No porque vistiera muy bien, ayudado por su buen porte, su altura y su calma misteriosa, sino por su forma de ser y estar cuando la muerte lo rondaba ya señalando el reloj con impaciencia. Como si le hubiera hablado con la amabilidad, la cadencia y la mirada entre curiosa e irónica con las que nos habló a todos los que tuvimos la suerte de conocerle.
A falta de noticias sobre la evolución de la enfermedad, miraba sus redes (esencialmente, la antigua Twitter e Instagram) e involuntariamente analizaba su actividad como un parte médico: si está tan activo, tan ilusionado con la empresa y las exposiciones, es que está bien, o mejor, o con buen pronóstico.
Mis sesgos quedaron delatados con su fallecimiento. Lo que mostraban era su vitalidad, no su salud. Recordé una frase que Eduard Punset dijo al hablar de su enfermedad, como si fuera su máxima vital: "La pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino si la hay antes".
Tenía un aire de dandy atemporal. Miraba al futuro en la empresa y en el arte, pero tenía algo de personificación de todo el legado previo en su figura, en su actitud. En sus trajes clásicos o cruzados, en sus gafas de carey o en su peinado impoluto. Su amabilidad, más que clásica o vanguardista, era eterna. Uno se imagina a grandes personajes de la historia recibiendo en su casa como lo hacían él y su esposa Irene.
Las muertes tempranas son intolerables. Y ese dolor se agrava cuando quien se va aún tenía ilusiones y proyectos. No está el mundo para prescindir de aquellos que siguen viéndole un sentido a cada esfuerzo cotidiano. En su muerte, recuerdo una máxima del filósofo Javier Gomá que se ajusta a la biografía de José Antonio: "Vive de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta". La suya, como la de todo aquel que exprime la vida hasta el final y se empeña en seguir extrayéndole el jugo, lo es.
[Obituario: José Antonio Llorente, adiós a mi amigo]
Siempre me ha gustado mucho un verso de Borges algo oscuro ante la muerte que dice: "No quedará en la noche una estrella. / No quedará la noche. / Moriré y conmigo la suma / del intolerable universo. / Borraré las pirámides, las medallas, / los continentes y las caras. / Borraré la acumulación del pasado. / Haré polvo la historia, polvo el polvo. / Estoy mirando el último poniente. / Oigo el último pájaro. / Lego la nada a nadie".
Y yo siento que ese poema queda ahora lejos, porque su legado y su ejemplo siguen aquí, bien presentes. Hay algo misteriosamente atractivo en la presencia que determinados ausentes nos procuran.
Fui colaborador de LLYC durante varios años y, aunque mis asuntos quedaban lejos de su día a día, siempre mostró interés por mi trabajo, por mis libros y mis escritos. Me invitó alguna vez a merendar a su casa e intercambiamos correos ocasionalmente, el último apenas unos días antes de su muerte. En él recordamos una frase de la canción Io Chi Sono?, de Franco Battiato, que dice: "Il cielo è primordialmente puro ed immutabile, mentre le nubi sono temporanee".
Creo que él nunca lo olvidó.