Es imposible hablar de ello. Siempre lo ha sido. Quizá siempre lo será. Hay personas, hay cosas, hay países enteros que una y otra vez, como el Gran Houdini, se zafan de los nudos de la buena fe y de la razón. Fidel Castro Ruz era y es una de esas personas, una de esas cosas, uno de esos países enteros que admiten cero templanza. Hoy Cuba será mejor o peor que ayer y que antes del viernes (aquí) o el sábado (allá). Pero lo único impepinable es la titánica enormidad de lo desaparecido. Cuba sin Castro, ¿Cuba castrada?

Escribo esto con la amargura de quien una vez pensó, en realidad sigo a veces pensando, que Fidel Castro tuvo razón histórica y de ser cinco minutos. Quizá seis minutos ya no. Y han sido muchos años de tiranía para pagar esos cinco minutos de magia... Pero atención, pregunta: ¿cuántos políticos conocen ustedes que hayan tenido razón cinco minutos, sólo cinco, de lleno y sin parar?

Era hermoso tener fe en esa revolución. Creer en aquellos comandantes, en aquellos héroes. Recuerdo el día que conseguí ser recibida en La Habana por Aleidita Guevara, hija del Che. Le llevé desde Barcelona un pañuelo azul de ensueño. Como el ensueño que era para mí tenerla cerca. Rastrear en sus grandes ojos de taladro esquivo y en su mandíbula imponente la huella entonces para mí milagrosa de su padre. Educadísima, me invitó a quedarme a comer. Yo acepté por puro morbo mitómano. Como si me hubieran invitado a tomar el té en Buckingham. Aleidita me puso enfrente un plato de spaguetti con tomate que me zampé yo sola; ella, según me contó, ya había almorzado. Luego la oí cuchichear por teléfono con alguien: si vienes no vengas a comer, que por aquí ya no queda comida… Sentí una vergüenza sin fondo. Y era sólo el primero de los cuatrocientos golpes en la puerta de la desgracia. De la decepción sin fin.

Definitivamente no hay duros a cuatro pesetas. Ni paraísos en la tierra. Ni revoluciones que no acaben matando de asco lo que no han matado de pena por no hablar de los muertos de verdad. Pero yo sé que volveré a Santiago. En un coche de agua negra, como Federico García Lorca. Quizá con el alma más negra y más ahogada todavía. Pero iré a Santiago. A ver la libertad o lo que sea. A ver qué pasa.