Los perfumes Chanel Nº 5 y Moscú Rojo. Collage: Rubén Vique

Los perfumes Chanel Nº 5 y Moscú Rojo. Collage: Rubén Vique

Historia

Chanel Nº 5 y Moscú Rojo, los perfumes del poder

El historiador alemán Karl Schlögel estudia el olor como elemento de clase y de poder en el ensayo 'El aroma de los imperios'.

3 mayo, 2024 02:06

Muchos sabrán que Marilyn Monroe, según declaró ella misma, solo se ponía para dormir unas gotitas de Chanel Nº 5. Pero seguro que otros tantos ignoran que el perfume más famoso del siglo XX –símbolo del esplendor parisino de la edad dorada: hay quien al olerlo dice sentir frías burbujas de champán dentro de la nariz– tenía su origen en las heladas estepas rusas.

Años antes de que en 1920 Coco Chanel, de un muestrario de varios perfumes, eligiera el número 5, un perfumero francés afincado en Rusia, Ernest Beaux, había tenido que huir de Moscú. El propio Beaux, el hombre que le había traído aquellas muestras a la diseñadora, contaría más tarde que aquel quinto aroma surgía del Bouquet Préféré de l’Impératrice, una fragancia que él mismo había creado en 1913 para conmemorar a Catalina II.

El aroma de los imperios

Karl Schlögel

Traducción de Francisco Uzcanga Meinecke. Acantilado, 2024
225 páginas. 20 €

Al adaptarlo al gusto francés, dijo, había querido reproducir la experiencia olfativa de su huida en plena Guerra Civil Rusa. Para ello tuvo que crear artificialmente el olor del círculo polar ártico, por donde había pasado en la época en la que el sol sale a medianoche. Y lo logró añadiendo aldehídos como los que se encuentran en altas concentraciones en los paisajes nevados de la tundra.

Este compuesto químico da al perfume “el severo olor a nieve y deshielo” que, según cuenta Karl Schlögel (Allgäu, 1948) en El aroma de los imperios (Acantilado), conforma la base de Chanel Nº 5. Luego Beaux, para ofrecérselo a la nariz francesa de Coco Chanel, le añadió una buena dosis de jazmín. El resultado, dice Schlögel, fue “un aroma opulento y dulzón, e inevitablemente caro”.

En Cannes, ciudad donde Coco Chanel olió aquella muestra –Beaux tenía allí su laboratorio–, había nacido décadas antes Auguste Michel, el otro gran protagonista del libro de Schlögel. Con un olfato entrenado de niño en los aromas de la Costa Azul, Michel, formado ya como perfumista, se había establecido en Rusia en los últimos años del imperio, atraído por lo que entonces era un inmenso mercado de cosmética y perfumes. Pero en 1917 llega la Revolución, Michel pierde el pasaporte y, a diferencia de Beaux, no puede salir de Rusia.

No cuesta imaginar el resto: nacionalizan la fábrica donde trabaja y suspenden la producción. El perfume pasa a ser decadente y burgués, al punto de que, según cuenta Schlögel, a la esposa de Mijaíl Bulgákov la denuncian en parte por los “enormes” frascos de perfume que tenía en su tocador.

En los años treinta, justo antes de la Gran Purga, Moscú se llenó de tiendas estatales de perfumería

Milagrosamente, Michel, especialista de aquella industria condenada, sobrevive. Y tras unos años oscuros, otra vez arrastrado por la Historia, pasa a engrosar la lista de las élites soviéticas y a protagonizar el renacimiento de la industria del perfume en la URSS. Es sabido que en los años treinta, justo antes de la Gran Purga, Moscú se llenó de tiendas estatales de perfumería y cosmética. “¡La vida se ha vuelto mejor, la vida se ha vuelto más feliz, camaradas!”, había proclamado Stalin.

En esa época, Michel recibe el encargo de su vida: el perfume Palacio de los Soviets, una fragancia que debía complementar al que iba a ser el edificio más alto del mundo. Pero el proyecto del edificio fracasa y el perfume de Michel es rechazado; poco después, el rastro del perfumista se pierde. Estamos en 1937, apogeo del Gran Terror estalinista.

Michel, especialista extranjero y miembro de una industria sospechosa, pudo haber sido, aventura Schlögel, uno de los cientos de miles de ejecutados en aquellos meses. Su historia, en cualquier caso, termina ahí. Y dos años después se presenta el que sería el perfume por antonomasia de la era soviética: Moscú Rojo, también creado –y he aquí la coincidencia nuclear del libro– a partir del perfume prerrevolucionario de Catalina II.

Schlögel aprovecha los dos recorridos paralelos que, a partir de esa fragancia “imperial”, siguen ambos perfumes, para trazar un fascinante mapa de conexiones entre Rusia y Francia, con rusos blancos afincados en París, franceses en el corazón de la dictadura estalinista o colaboracionistas nazis, aromas diversos y no siempre agradables –como el olor de los crematorios y del gulag– y una paleta, por último, de interesantísimos secundarios, como la actriz alemana Olga Chéjova (miembro del clan del escritor y actriz favorita de Hitler) o, más importante en esta historia concreta, Polina Zhemchúzhina, esposa de Viacheslav Mólotov, el todopoderoso ministro soviético de Asuntos Exteriores.

De extracción humilde –era hija de un sastre judío de un shtetl paupérrimo–, Zhemchúzhina encarnó el sueño igualitario de la revolución. En los años treinta llegó a dirigir el trust estatal de perfumería y, más tarde, el Comisariado del Pueblo para la Industria Pesquera. Ninguna otra mujer tuvo nunca una responsabilidad similar en la URSS. En los años siguientes encadenó altos cargos hasta que, en 1949, fue detenida y condenada a cinco años de destierro. Hasta 1956 no la rehabilitaron, pero ella nunca –murió en 1970– dejó de ser una fanática estalinista.

Como en la película Parásitos, en la que los personajes acomodados arrugan la nariz ante el olor de los pobres, Schlögel estudia el aroma como elemento de clase y de poder. Y muestra cómo en la sociedad soviética, en la que en teoría se quiso abolir cualquier diferencia, el olor –como el mono de trabajo de los jóvenes comunistas o el abrigo de cuero del funcionario del partido– también era un distintivo de clase.
Por eso Chanel Nº 5 y Moscú Rojo, tan agradables al olfato, fueron siempre los aromas del imperio. Ambos, cada uno a su manera, los aromas del poder.