Una imagen de 'Blue Lights'

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En plan serie

'Blue Lights', la digna heredera de 'Line of Duty'

La segunda temporada de la serie policiaca ambientada en Belfast va como un tiro (lo entenderán a su debido tiempo).

18 mayo, 2024 02:11

La segunda temporada de Blue Lights (Declan Lawn & Adam Patterson, 2023-?), estrenada por Movistar Plus+ el 15 de mayo, se confirma como la digna heredera de uno de los grandes éxitos recientes de la BBC, la cruda epopeya policial firmada por Jed Mercurio, Line of Duty (2012-2021).

En su nueva tanda de episodios —incluso de manera más fehaciente que en la entrega inaugural— Lawn y Patterson asumen un par de tropos argumentales y visuales de la citada serie, todos ellos perfectamente reconocibles para los versados en las andanzas de los integrantes del AC-12.

En primer lugar, la tensión que envuelve todos y cada uno de los interrogatorios, además del claro guiño visual que suponen los insertos de la grabadora que registra los afilados careos, una suerte de signo de puntación que ordenaba los episodios —y la progresión dramática— de la mayoría de los episodios de Line of Duty.

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En segunda instancia, el asentamiento de una estructura acumulativa en la que, de manera paulatina, el caso (o los casos) que se abordan en cada nueva temporada sedimentan sobre los de la anterior, estableciendo puntuales conexiones causales y separándose así de una concepción antológica del serial.

Esta nueva entrega, situada un año después de los acontecimientos relatados en los seis episodios precedentes que concluían con el traumático asesinato del agente Gerry Cliff (Richard Dormer), se centra en la reorganización del tráfico de drogas en los barrios pobres del este de Belfast —concretamente en Mount Eden— tras la disolución del clan de los McIntyre que capitaneaba la zona. El vacío de poder provoca que los clanes liderados por Jim ‘Dixie’ Dixon (Chris Corrigan) y Davy Hamill (Tony Flynn) pugnen por el dominio del negocio, lo que ha causado un aumento de la delincuencia y de la venta de estupefacientes.

Cuando hablamos de serialización del argumento debemos tomar como ejemplo el impacto que los acontecimientos previos tienen sobre el presente narrativo. Así, por un lado, el nuevo ecosistema criminal remite al anterior, pues desde una prudente distancia, Tina McIntyre (Abigail McGibbon) es la que dirige el negocio y la que deja que el barrio se autorregule mientras siga dando beneficios. De hecho, la aparición de Lee Thompson (Seamus O’Hara), un viejo soldado veterano de la guerra de Afganistán que regenta un pub familiar y gestiona una pequeña flota de taxis, solo supondrá una reorganización de la empresa.

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Lee, que quiere ganar dinero al tiempo que limpia Mount Eden, eliminará la competencia y tratará de establecer un nuevo orden (vender drogas fuera del barrio, condonar las deudas contraídas por los vecinos con los antiguos hampones, instaurar un clima de tranquilidad) cuya estabilidad dependerá de que el flujo de capital siga llenando las arcas de Tina y sus socios.

La muerte de Gerry Cliff también planea sobre esta nueva tanda de capítulos. Por un lado, Jen Robinson (Hannah McClean), la hija de la comisaria, ha abandonado el cuerpo y la superación del duelo por la muerte de su compañero pasa por ingresar en las filas de la abogacía y buscar justicia para ‘Happy’ Kelly (Paddy Jenkins), aquel hombre solitario que se dejaba detener amistosa y repetidamente por el agente Cliff buscando amparo y fraternidad. El caso, además, guarda una estrecha relación con la amoralidad que rodea determinadas prácticas policiales en las que el fin siempre justifica los medios y conecta con el pasado tumultuoso de Irlanda del Norte (digamos que a Lawn y Patterson les importa saber por qué pasan las cosas que pasan).

Ese apunte temático es el que conecta las dos tramas principales sobre las que se asienta esta segunda entrega, pues para mejorar los paupérrimos resultados de la la lucha contra las drogas se requerirán los servicios de Murray Canning (Desmond Eastwood), miembro de la Paramilitary Crime Task Force (PCTF), que llega a la comisaría acompañado del agente Shane Bradley (Frank Blake) —una mezcla entre un joven Kenneth Branagh y Jack Lowden—, cuyas tácticas no atienden a los dictados de la ética e incluyen desde ordenar intervenciones que violan los protocolos policiales, hasta establecer pactos de no agresión con el crimen organizado con tal de que reine la paz, pasando por autorizar allanamientos sin autorización judicial que incluyen la agresión como acicate para obtener información crucial.

De hecho, el gesto fílmico más importante de esta segunda temporada lo encontramos en el quinto capítulo, en la reunión que Canning y Thompson mantienen en la trastienda del pub y en la que el policía se compromete con el aspirante a capo a no interferir en sus negocios si este garantiza la pacificación del territorio, todo ante la atenta mirada de Shane, quien, contrariado, abandonará el bar tras presenciar un apretón de manos registrado con un marcado salto de eje que evidencia el cambio de situación que implica ese acuerdo. Esa decisión de montaje es crucial para entender, a su vez, el inmediato cambio de actitud de Shane con respecto a su superior, alguien que, visual y simbólicamente, se ha pasado al otro lado.

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Con todo, el gran aliciente de Blue Lights sigue siendo su disposición coral y las múltiples interrelaciones que mantienen los integrantes del pequeño cuerpo de policías —ya no tan novatos— que protagoniza la teleficción. Además, y contra todo pronóstico, la nueva temporada trufa el drama policiaco de comedia romántica a tres bandas. A la escalada de la tensión afectiva no resuelta entre Grace (Sian Brooke) y Stevie (Martin McCann) procedente de la entrega anterior, hay que sumarle el fogoso e inestable romance entre Annie (Katherine Devlin) y el recién llegado Shane, más la tierna y dubitativa aproximación que Tommy (Nathan Braniff) inicia para ganarse el querer de Aisling (Dearbháile McKinney), una agente resuelta que opera en otra unidad y que pide el traslado puntual a la comisaría de Blackthorn.

Los personajes siguen estando igual de bien perfilados que siempre, avanzando como buenamente pueden entre un mar de contradicciones y un ambiente hostil, lo mismo vapuleados por la sensación de orfandad maternal que deja la marcha de un hijo (Grace) que por un vecindario que les repudia cada vez que van a pedir información como si fuesen un leproso que reparte abrazos gratuitos.

Entre las virtudes de la serie, además de su espléndido uso de la tensión, con esa idea del círculo opresivo presidiendo una vez más la función —los policías rodeados por una turba nada amistosa, pero también la propia estructura de la serie que empieza y acaba con dos pasajes muy similares— figura también el magnífico empleo que los guionistas hacen de la repetición. Tanto la recolección de testimonios para averiguar quién decoró la pared de la casa de Dixon con sus sesos, como las distintas intervenciones rutinarias de los agentes, les llevan a visitar, una y otra vez, a las mismas personas (la viejecita que tiene una cámara en el timbre de su puerta, un señor enorme con problemas de salud mental, la esposa de un hombre que más bien parece una destilería humana…). Todos esos encuentros están dotados de singularidad y aportan siempre nuevas informaciones, a veces dramáticas, a veces tonales, con respecto a las anteriores, además de servir para marcar la progresión del relato.

Existe, además, un componente emocional indefectiblemente unido al trabajo policial, tal y como se observa en el paralelismo que Grace establece con Eileen (Carol Moore), una anciana solitaria que vive pegada al recuerdo de sus hijos (como ella) y que, además, es una excelente repostera, lo que refuerza el vínculo culinario que existe entre Grace y Stevie —que se lleva una de las recetas de la señora apuntada en un post it— metáfora de su amor de lenta cocción.

Esas visitas rutinarias, esa familiaridad que provoca toparse siempre con las mismas caras insiste en la idea de pequeña comunidad que ordena el mundo de Blue Lights. Sin embargo, los conceptos de espacio y azar no siempre se utilizan de manera idónea y, en no pocas ocasiones, se manipulan para facilitar que las cosas sucedan como convienen. Por un lado, el recurso del plano general para situar la historia en el entorno en el que se desarrolla no da la idea de un espacio reducido, antes al contrario, la sucesión de este tipo de escalas a lo largo de la serie, que además nos muestra distintas zonas, dibuja una cartografía más o menos amplia.

Ese retrato contrasta con los numerosos encuentros fortuitos que se dan a lo largo del metraje —en especial en su tramo final— y que se manejan de acuerdo con la lógica de la proximidad (hemos de creer que Mount Eden es muy pequeño, pero no es muy difícil situarlo con exactitud en el contexto general de Belfast). Las patrullas siempre se encuentran de manera casual con sus sospechosos —ya sea un matón nazi que espera en la parada del bus o un taxi cargado de dinero que aumenta la velocidad cuando ve a un coche policial por el retrovisor— y eso da la idea de que todos frecuentan los mismos lugares dentro de un espacio muy pequeño (aunque la planificación diga lo contrario).

Es más, el clímax de la temporada, situado al final del quinto episodio, necesita de una concatenación de coincidencias —un coche patrulla tiene que pasar por el punto X cuando conviene— que uno puede obviar por su alto impacto emocional, lo cual no quita para que sea una casualidad muy forzada y, lo que es peor, inmotivada (se podría buscar que los policías pasan por donde interesa porque van a buscar algo y no porque ‘toca’).

En cualquier caso, y nunca mejor dicho, la serie va como un tiro (lo entenderán a su debido tiempo).

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