Ilustración: Javier Muñoz.

Ilustración: Javier Muñoz.

Una pistola en el bolsillo

Clint Eastwood o un señor de derechas al que admirar

4 noviembre, 2016 01:10

La decepción siempre se me antojó un sentimiento bastante antipático. Tan antipático como socorrido, porque no es la primera vez que escribo sobre él. Si pudiésemos elegir nuestros calvarios, optaría por despertar recelo en los demás, envidia y hasta rencor; cualquier miseria cercana antes que la decepción. Es un daño que no hace distinciones, que es igualmente molesto para quien lo provoca, la mayoría de las veces de forma involuntaria, que para el que lo sufre. Y a su vez, destapa una información sobre nosotros mismos que preferiríamos mantener oculta.

Es precisamente en el mundo de la cultura y el entretenimiento donde la decepción, en manos del público, se convierte casi en una amenaza. “Me has decepcionado” son las tres palabras que un espectador, o un follower, utiliza para lesionarte en cualquier red social. Porque esa frase lleva implícita la admiración, el respeto, la conexión, la fidelidad, y carga sobre ti la responsabilidad de la ruptura de ese vínculo.

En el mundo de la cultura y el entretenimiento, la decepción, en manos del público, se convierte casi en una amenaza

Y lo curioso es que la capacidad de decepcionar del creador es directamente proporcional al número de admiradores y sus respectivas sensibilidades. Como dijo el dramaturgo Arthur Schnitzler, “el público es muy inteligente, más de lo que cree, pero hay que decírselo porque de lo contrario se vuelve aún más impertinente de lo que ya es de por sí”.

Icono de la testosterona

Gran parte de esas decepciones se materializan cuando el creador rompe la zona de confort del espectador, no solo con su obra sino también con su vida personal. Una declaración, una broma, un tuit, pueden ser razones suficientes para decepcionar. Y lo que realmente evidencia esa reacción es la adolescencia argumental del decepcionado que aún no ha aprendido a diferenciar creación de creador.

Hablar de Clint Eastwood sería un buen ejemplo. Clint era un actor que protagonizaba Spaghetti western y que fue, durante décadas, el perfecto icono de la masculinidad, entendida como un exceso de testosterona, rebeldía y poder. Sus fans le idolatraban por machote y sus detractores le ignoraban por fascista. Hasta que a finales de la década de los ochenta dirige una película sobre el músico de jazz Charlie Parker, Bird. De repente, el hombre que se había construido una popularidad rodando un cine de violencia y arrogancia se destapaba como un ser sensible. Desconcertante.

Después llegó Sin perdón, Los puentes de Madison, Mystic River o Million Dollar Baby y los aficionados a los tiros y las bravuconerías del ‘sargento de hierro’ se decepcionaron y los que detestaban a Harry el Sucio, encumbraron a Clint Eastwood como el mayor descubrimiento del cine contemporáneo. Hasta que Eastwood declaró que simpatizaba con Donald Trump. En ese momento, ellos también se sintieron decepcionados. ¿Qué pasa si Clint Eastwood vota a Trump? ¿Eso desactiva el discurso social de Million Dollar Baby? ¿Son precisamente las películas de Eastwood, que nunca dejó de ser un cine ‘de derechas’ –su última película, Sully, defiende los mismos valores que los filmes propagandísticos de entreguerras-, peores dependiendo de la ideología de su director?

¿Qué pasa si Clint Eastwood vota a Trump? ¿Eso desactiva el discurso social de Million Dollar Baby?

Y si Clint Eastwood fuese como Tom Highway, su personaje en El sargento de hierro, y hubiese bebido más cerveza, hubiese meado más sangre, hubiese echado más polvos y hubiese chafado más huevos que todos nosotros juntos, ¿podríamos seguir llorando con Los puentes de Madison? La respuesta es sí.

El creador dista de la creación

Con dieciséis años, mi admiración situaba al creador a la altura de su creación. Hoy soy mucho más prudente. Recuerdo la incómoda sensación que me provocó saber lo cruel que podía ser Alfred Hitchcock con las mujeres que le rodeaban. O leer las declaraciones de Dylan, la hija adoptiva de Woody Allen y Mia Farrow, en las que acusaba directamente al cineasta de haber abusado de ella cuando tenía siete años. Pero discúlpenme si les confieso que todo eso desapareció cuando volví a sentarme delante de Vértigo o revisité La rosa púrpura de El Cairo.

Recuerdo la incómoda sensación que me provocó saber lo cruel que podía ser Alfred Hitchcock con las mujeres que le rodeaban. O leer a Dylan, la hija adoptiva de Woody Allen y Mia Farrow, acusando al cineasta de haber abusado de ella

Hay creadores despreciables con una obra excelente. Y autores simpatiquísimos sin ningún talento. Es probable que el contacto íntimo, la esfera privada, acabe condicionando nuestra percepción del discurso artístico del creador, provocando ese chasco –o devoción- que nos obliga a tomar partido sin ninguna necesidad. Me gusta Baudelaire, que era un poeta muy conservador. O Joan Crawford, que reinventó el concepto de mala persona en el Hollywood dorado. O Picasso, que arrastró su fama de maltratador mientras pintaba el Guernica, icono del siglo XX contra la barbarie. Aportamos excusas a nuestra razón con el objetivo de alterar cualquier impulso que nos prive del placer de admirar.

No queremos que la decepción se apodere de la capacidad de disfrute. Las piezas encajaron cuando la antipatía que me causó El francotirador o Gran Torino comprendí que había estado provocada por el mismo hombre que me hizo llorar con Los puentes de Madison o Million Dollar Baby. Ahí está la clave, en el lugar que ocupa el creador en el armazón emocional de nuestra personalidad. No es fácil separar. Es casi tan difícil como ver el error en la persona amada. Pero intentarlo es la única baza que nos queda para seguir abriéndonos en canal frente a la emoción.

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