Pablo Iglesias

Selectividad y moción de censura en martes y trece

Varios alumnos se examinan de la selectividad en la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona

Varios alumnos se examinan de la selectividad en la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona

Todas las primaveras iniciaban ayer el examen de acceso a la universidad mientras los representantes de la España Invertebrada celebraban una moción de censura cuya única circunstancia reseñable radicaba en la imposible aritmética de articular el cese del partido en el gobierno.

Mientras la eclosión primaveral de nuestros jóvenes estallaba en miles de pétalos ilusionados por afrontar un destino suyo que no representa sino nuestro futuro, el Parlamento mezclaba el cinismo del boxeador noqueado con la fiebre de una indignación postuniversitaria metida a la política, pero incapaz de liderar una oposición de conjunto. 

Mientras nuestros juveniles bachilleres se rendían el tributo de una solidaria participación en algo que les une –afrontar con incertidumbre una novísima fórmula de examen de acceso que no revela sino la incapacidad política para vertebrar la educación del país–, nosotros asistíamos al espectáculo del sostenimiento de un partido anclado en las prácticas políticas más degeneradas de nuestra reciente historia sin que el tan cacareado regeneracionismo de algunos (ocaso en naranja) parezca querer apostar por un cambio de ciclo. 

Mientras mi hija, con seis dieces y dos nueves, no tiene seguro aún el ingreso en su ansiada facultad de medicina, el Parlamento, donde menudea una ignorancia funcional traída por la endogamia de partido y la inexistencia de elecciones representativas, mantiene en el Gobierno de la nación a un ejecutivo que no hubiera resistido un asalto en un país más desarrollado.

En otras palabras, mientras nuestros bachilleres tienen que demostrar excelencia hasta el punto de que el sobresaliente, por sí mismo, no basta para acceder a determinadas facultades, nosotros tenemos que asistir al bochornoso espectáculo de una tarde parlamentaria cuajada por la irónica circunstancia de tener como protagonistas a diputados que ni son excelentes ni mucho menos independientes

Mientras nuestros hijos se enfrentan a una prueba que asustaría a Aristóteles, nuestros diputados, algunos de una ignorancia paquidérmica, se mantienen desde el pasado en el presente y ello con visos de ofrecernos el mismo futuro que el caciquismo del siglo XIX arbitró como respuesta para un país que vivía la definitiva página de su merecida decadencia

Mientras criban a nuestros hijos en el altar del mérito, donde pueden acabar sacrificados sacando buenas notas, ellos enaltecen el demérito como criterio de selección para unas listas electorales donde lo que predomina es la fidelidad a los jefes de partido y no la lealtad a los votantes. 

Mientras depuramos universitarios que llevan años de bachiller trabajando hasta los fines de semana, les decimos a ellos, a nuestros chicos, que el futuro laboral en este país, que tanto les exige, pasa porque luego tengan buenos padrinos que les bauticen o, en el mejor de los casos, otro país serio que les acoja. 

Mientras nuestros bachilleres más sobresalientes son esclavizados, hemos de soportar que la representación de la soberanía nacional pase por diputados que, en muchos de los casos, ni siquiera han acrisolado un mínimo análisis histórico crítico del país en el que viven. 

Mientras nuestros hijos separan sus poderes individuales afrontando ellos solos su futuro y sin interferencias, nuestros políticos tienen la rebuznancia (me invento la palabra) de mezclar los tres poderes del Estado bajo el control de una auténtica dictadura en la que el ejecutivo, elegido indirectamente por el legislativo, se sienta en el parlamento, legisla leyes, nombra jueces y dirige el concierto de una auténtica aberración donde la democracia formal ni existe ni se la espera.

Mientras ellos son hoy la noticia excepcional de un día en el que, tras años de abnegación se examinan, no sé cómo podemos explicarles que han de estudiar para enfrentarse luego a un país que ha elegido mantener la decadencia de seleccionar la dirección de las cosas a los que, por mil poco éticos senderos, se cuelan en la alta responsabilidad de pastorear la historia.

Sí, es una vergüenza, lo dijo ayer Irene con energía como telonera de un Pablo Iglesias que, a pesar de razonar brillantemente el análisis de un Estado puesto al servicio de los partidos, no sabe distinguir que un líder acoge las diferencias de todos y las hace suyas para incorporarlas a un proyecto unitario de país. Rivera, líder de nadie, ni siquiera de aquellos a los que les prometió regenerar una política degenerada que aún sostiene en el gobierno, se mantiene con un hermoso traje de comunión que no mancha de chocolate porque Rajoy no le deja.

Hoy he llevado a Rebeca, a Berta y a Carmen a la facultad donde se examinan. Tras la moción de ayer, y ver lo de siempre, me quedo con sus primaveras juveniles y su espontaneidad frente al hierático escenario de un parlamento cautivo y decadente.