Agustín Carrilero. EE

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Opinión

Cuando la universidad se mira al espejo: el renacimiento que no podemos posponer

Agustín Carrilero
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Camino a menudo por el campus a primera hora de la mañana. El silencio es un maestro generoso. Entre la bruma del amanecer, las aulas vacías parecen preguntar más de lo que responden.

La luz entra por las ventanas como quien duda: ¿es este todavía un lugar de futuro, o se está convirtiendo en un monumento a la memoria de lo que fue la educación? Ese pensamiento no es cómodo. Pero lo incómodo es fértil. Siempre lo ha sido.

La inteligencia artificial ha irrumpido con una fuerza que ya no podemos describir como tendencia o fenómeno. Es una grieta en el suelo institucional. Una frontera. Y las fronteras, por definición, obligan a moverse: hacia adelante o hacia el abismo. Este no es un debate tecnológico, es un debate civilizatorio.

Es la pregunta de fondo que toda universidad debería hacerse con urgencia: ¿para qué existimos hoy?

Porque la IA no compite con nosotros en lo accesorio; compite en lo esencial. Razonar, sintetizar, resolver, escribir, proponer. Aquello que durante décadas fue el núcleo de la formación universitaria, hoy lo hace una máquina en segundos. Y eso no es una amenaza: es una invitación. Una oportunidad para recuperar nuestra misión más profunda.

La universidad nunca nació para enseñar contenido. Nació para cultivar pensamiento. Y el pensamiento, el verdadero, no caduca con las revoluciones tecnológicas: florece con ellas. La IA ha sacudido nuestro monopolio del conocimiento. Ese es el primer síntoma, pero no el único.

Si un estudiante puede aprender estadística con un tutor virtual disponible 24/7, ¿qué ofrece nuestra clase magistral? Si ChatGPT, o similares, redactan un ensayo académico superior a la media, ¿qué evaluamos cuando pedimos un trabajo escrito?

Si un algoritmo diagnostica cáncer con más precisión que un recién graduado en Medicina, ¿qué significa formar médicos? Si un sistema financiero automatizado detecta fraude con más rapidez que un auditor junior, ¿qué debe aprender un estudiante de contabilidad?

Las preguntas son incómodas, pero lo confortable, repetir lo que ya no transforma, no es un lujo que podamos permitirnos. La universidad se enfrenta, quizá por primera vez en siglos, a la obligación de reinventarse desde dentro.

No basta con modernizar el campus o digitalizar apuntes. No basta con incorporar cursos sobre IA y continuar impartiendo el resto con el mismo diseño de hace treinta años. No basta con cambiar herramientas: hay que cambiar el modelo mental.

Imaginemos una institución que ya no mide éxito por el número de clases impartidas, sino por la cantidad de mentes encendidas. Una universidad que no se organiza alrededor del temario, sino de la pregunta. Que no se define por su biblioteca, sino por su capacidad de pensamiento crítico, creativo, ético.

Quisiera describirla con detalle, ya no como utopía, sino como mandato:

Una universidad donde el aprendizaje no es lineal, sino exploratorio. Donde los estudiantes no cursan asignaturas, sino desafíos. Donde el semestre ya no es una estructura rígida, sino un marco flexible para experimentar. Donde el currículo se actualiza como software: siempre en beta, siempre en prueba, siempre vivo.

Una universidad donde el profesor ya no es transmisor, sino provocador intelectual. No compite con la IA: la utiliza para elevar la conversación. No se limita a exponer: incomoda, sacude, despierta. Su autoridad no reside en lo que sabe, sino en lo que ayuda a descubrir.

Una universidad donde evaluar ya no es comprobar memoria, sino evidenciar criterio. Evaluamos juicio. Evaluamos proceso. Evaluamos impacto. Un alumno no aprueba por repetir contenidos, sino por demostrar pensamiento propio. Un examen puede ser una conversación pública.

Un proyecto, una solución real aplicada en una comunidad concreta. El aprendizaje deja huella. Y la huella transforma.

Una universidad que conversa con el mundo en lugar de estudiarlo desde lejos. Que colabora con empresas para resolver problemas urgentes. Que invita a científicos, artistas, filósofos, agricultores, tecnólogos y activistas a pensar juntos. Que forma para la incertidumbre. No para el temario: para la vida.

Sé que todo esto exige coraje. Lo disruptivo no es imaginar una universidad nueva. Lo disruptivo es tomar la decisión de construirla.

Revisar asignaturas. Rediseñar programas. Replantear el rol del profesorado. Invertir en laboratorios de pensamiento, en evaluación ética de modelos de IA, en trayectorias de aprendizaje personalizadas, en experiencias reales con empresas, instituciones y comunidades.

Todo cambio profundo es incómodo. Todo cambio estructural genera resistencia. Pero la resistencia no es argumento, es miedo, y el miedo nunca ha movido el mundo hacia adelante.

Si queremos que la universidad siga siendo faro, debemos atrevernos a perder lo que ya no sirve para ganar lo que aún no existe. La IA no es el fin de la educación. Puede ser, si actuamos con visión, el inicio de su renacimiento.

La universidad que comprenda esto no enseñará respuestas: enseñará a formular preguntas que ni siquiera existen aún. No formará graduados; formará transformadores. No producirá títulos; producirá criterio. Ese es el legado que debemos construir. Ese es el deber generacional que se nos ha entregado.

Y quizá la pregunta que nos corresponde no es qué hará la IA con nosotros, sino qué haremos nosotros con la IA. No si la universidad sobrevivirá, sino qué universidad merecerá sobrevivir. Porque el futuro no espera.

Y la historia, como siempre, premiará a quienes se atrevieron a dar un paso que los demás consideraron imposible.

Agustín Carrilero es Director General de ESIC en la Comunitat Valenciana