Reza el dicho que "segundas partes nunca fueron buenas" y, como casi siempre, el refranero tiene razón. Hoy más que nunca.
Pero lo que no sabía quien quiera que le pusiera el cascabel al gato con la frasecita, es que tal cosa no solo sucede cuando la primera parte fue gozosa, son también cuando no lo ha sido en absoluto.
Esto es, con la elección de Trump como presidente de la nación más poderosa del mundo, lo que confirma otro dicho popular, el que asegura que "las cosas siempre pueden ir a peor". Y han ido, sin duda.
Donald Trump, el millonario excéntrico de pelo color zanahoria, ha tomado posesión como presidente de los Estados Unidos en una ceremonia en la que no ha faltado de nada porque lo ha tenido todo.
Toda clase de extravagancias, aplaudidas por una multitud enfervorecida. Una moderna entronización del faraón a la que asistía el mundo entero desde sus pantallas con la boca abierta y el corazón cerrado.
No obstante, tal vez lo peor de todo no es todo el espectáculo que el señor Trump ofrece, ni sus decisiones egoístas, irresponsables, intolerantes y sin sentido. Lo peor es la cantidad de gente que le ha votado, y que le sigue apoyando sin fisuras.
Y es que una no puede dejar de preguntarse: ¿Cómo es posible que millones de personas voten a un tipo que recomendaba inyectarse lejía para evitar el contagio del COVID?
¿Cómo se puede apoyar a alguien que afirma sin despeinarse -en el sentido más literal de la expresión- que los extranjeros se comían los perros de sus vecinos? ¿Cómo se toman en serio a alguien que está de acuerdo con un individuo que entra en el Parlamento disfrazado con una capa de pieles y cuernos en la cabeza?
Por desgracia, solo son preguntas retóricas. Y digo que es por desgracia porque yo no tengo respuesta para ellas, ni creo que la tenga nadie. Y solo sé que si hace unos años alguien nos hubiera dicho que un tipo así iba a llegar a la Casablanca, lo hubiéramos tomado por chalado, y hubiéramos despreciado por completo sus dotes adivinatorias.
Como aquella escena del primer "Regreso al futuro" en que el protagonista ve el cartel de una película de Ronald Reagan y apenas puede creer que varias décadas después fuera a llegar a la presidencia de los Estados Unidos de América.
Pero la cosa no ha hecho más que empezar. Las inyecciones de lejía, el asalto al Capitolio o los bulos sobre extranjeros que comen perros no son más que la punta del iceberg de un programa político que daría risa si no diera miedo. Miedo y más que eso, verdadero pánico. Pánico a retroceder muchos en el tiempo y mucho más en derechos.
Y es que, entre las primeras decisiones que ha tomado el ya flamante presidente, se encuentran las relativas al reconocimiento de derechos de las personas LGTBI, que dan peligrosos pasos hacia atrás, o las relativas a las medidas destinadas a fomentar la igualdad de género, que decaen a juego con un desprecio olímpico a todo lo que huela a feminismo.
Por no hablar de su política relacionada con la inmigración, basada en levantar muros e imponer sanciones que impidan la entrada en su amada tierra.
Precisamente, un tipo que dice amar su tierra y su país niega los efectos que el cambio climático causa en ella y en el mundo entero. Y lo hace mientras los incendios devastan buena parte de su territorio y cuando inundaciones, terremotos, huracanes y tifones alimentados por ese cambio climático que él niega siembran la desgracia a diestro y siniestro.
Tiemblo solo de pensar las decisiones que pueda tomar a lo largo de toda una legislatura, y tiemblo más aun si imagino los devastadores efectos que va a tener en nuestro mundo. Y, al imaginarlo, todavía me cuesta más comprender como tanta gente ha apoyado con sus votos a Trump.
Un verdadero trumpazo del que no sé si podremos reponernos alguna vez. Y, en ese caso, si llegaremos a tiempo.