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Las claves

"Para atención al cliente y administración, pulse uno. Para mercería, pulse dos. Flecos y lanas, pulse tres. Cordones, pulse cuatro. Botones, pulse cinco. En caso contrario, espere a ser atendido".

La voz automática suena como la antesala de un viaje en el tiempo. No estoy llamando a un call center, sino a la mercería Pontejos, ese templo del hilo y la aguja que resiste, intacto y vivo, en pleno centro de Madrid.

Cuando al fin descuelgan, responde una voz serena: María Rueda, cuarta generación de una saga que ha mantenido abierto el mismo mostrador desde 1913.

Imagen antigua de Almacén de Pontejos. Cedida.

El negocio lo fundó hace ya más de 100 años su bisabuelo Antonio, un vasco que, al no ser el hijo mayor, no heredó el caserío familiar. En lugar de resignarse, bajó a Madrid y empezó a trabajar con un tío que tenía una pequeña mercería.

Aprendió rápido, y cuando se sintió preparado, alquiló un local justo enfrente para montar la suya propia. Aquella decisión marcó el comienzo de una historia que, cuatro generaciones después, sigue viva en el mismo punto de la ciudad.

Aquel pequeño local se convirtió en punto de encuentro de costureras, modistas y novias. "Mi abuelo viajaba en avión a Austria para comprar puntillas de Valenciennes. En esa época nadie se casaba sin un ajuar", cuenta María con orgullo.

Sin embargo, la historia de Pontejos también tuvo puntadas de dolor. Durante la Guerra Civil, uno de los hijos del fundador, Antonio, fue asesinado, y con él se perdió al único heredero varón de la familia.

"Después de la guerra vendían lana y poco más, porque había escasez y se pasaba frío"

María Rueda, dueña de Pontejos

Aquel golpe obligó a reorganizar el negocio: fue Máximo, marido de una de las hijas, quien asumió la dirección para evitar que el legado se apagara.

Tras la guerra, la tienda sobrevivió vendiendo lana y algunos artículos básicos. "Había escasez y se pasaba frío", añade.

María Rueda en la mercería. Delia Echávarri.

En una época en la que muchos comercios desaparecieron, Pontejos siguió cosiendo su historia generación tras generación. "Mi abuelo tuvo ocho hijos y una hija. Luego vino mi padre y mi tío, y después nosotros: mi hermano Antonio, mi hermana Ana y yo".

Hoy, en el histórico local de la plaza de Pontejos, trabajan entre 35 y 40 personas: dependientes, administrativos, profesoras de la academia de costura y cajeras. El equipo humano es amplio, pero la estructura se mantiene artesanal, con la misma cercanía de siempre.

Sin embargo, en los últimos años, la aguja se ha unido al mundo digital. Si algo ha cambiado en este siglo de vida, ha sido la tecnología. "La gran diferencia entre continuar o morir es adaptarte a los nuevos tiempos", resume María.

La transformación no ha sido menor: 60.000 referencias informatizadas, cada una con su código, color, tamaño, fotografías y peso. "Eso ha sido increíble, un trabajo inmenso", admite.

Aun así, el alma del negocio sigue en el mostrador. "El contacto con el cliente no da dolores de cabeza. Si tengo un día malo, cierro el ordenador y bajo al taller. Ese trato directo es lo que nos mantiene vivos, añade".

Esa conexión con la gente, tejida durante generaciones, fue precisamente lo que sostuvo a Pontejos en los momentos más difíciles. En más de 100 años de historia, ninguna crisis había cerrado la tienda. Hasta que llegó 2020.

Inicios de Almacén de Pontejos. Cedida.

"La pandemia fue durísima. Estuve un mes sola trabajando y vendí todo el stock. Me llamaban de asociaciones pidiendo gomas, tejidos para mascarillas… Vendí todo lo que había en la tienda", manifiesta.

Con el tiempo, el negocio reabrió, pero bajo estrictas medidas. "Por aquí pasan unas 2.000 personas al día. Imagínate gestionar eso en plena pandemia. Fue un reto enorme."

Lejos de derrumbarse, la experiencia reforzó su liderazgo. "Tengo un máster en serenidad", dice entre risas, "con tantos empleados y clientes, tienes que mantener la calma. Aprendí que el equilibrio es lo más importante".

Pero la serenidad no borra la complejidad del mundo exterior. María no oculta las dificultades que enfrentan los negocios hoy en día: "Es imposible vivir como se vive hoy, con tantos impuestos y trabas al empresario. Pero seguimos adelante. Lo malo no está dentro, viene de fuera".

"Por aquí pasan unas 2.000 personas al día. Imagínate gestionar eso en plena pandemia"

María Rueda, dueña de Pontejos

Ante esa realidad, su visión es firme: profesionalizar la empresa para que el legado familiar no dependa solo de la familia. "Queremos tener a los mejores en cada campo: dependientes, administrativos, community managers, profesores. Que Pontejos siga funcionando, esté o no un miembro de la familia al frente", recalca.

Por último, María no ha querido colgar el teléfono sin dar especial reconocimiento a su equipo. "Sin ellos, no se puede hacer nada", afirma, y asegura que la tienda está abierta a cualquiera que quiera trabajar y "comprometerse con la pasión del negocio".