Me presento. Mi nombre es José Luis Guerrero, tengo 69 años y nací en Cádiz. Por desgracia, tuve que vivir el Franquismo durante gran parte de mi vida. Soy divorciado, tengo dos hijas, una de 30 años que vive en Londres y la otra, de 41, que me ha dado mi única nieta, Carla. El próximo 1 de abril, la cría cumplirá su quinto año de vida. Una de mis ilusiones es verla hacerse mujer.  

Me dirijo a ustedes a través del periodista Andros Lozano, con el que he hablado en varias ocasiones durante esta última semana. Es él quien transcribe mis palabras y al que le he contado mi vida y mis sentimientos durante las conversaciones que hemos mantenido. 

Los peores días de mi vida

Pues bien, después de trabajar durante 31 años como consignatario de buques en el puerto de Cádiz, hace cinco sufrí un ictus. Desde entonces, me muevo en una silla ortopédica y apenas tengo movilidad en el cuerpo. Se me diagnosticó una dependencia del 90%. Al poco de sufrir el infarto cerebral ingresé en la residencia geriátrica La Pasionaria, en Alcalá del Valle (Cádiz). Es un pueblo chiquito, de apenas 5.000 habitantes, pero de gente con un corazón enorme.

Quizás -sólo quizás- alguno de ustedes me vio este pasado martes en los informativos de televisión o en periódicos como EL ESPAÑOL. Sí, soy yo ese hombre que intentaba amarrarse a los barrotes del balcón de la habitación de la residencia donde me he sentido como en casa durante los últimos cinco años y de la que me tuvieron que evacuar porque un brote del coronavirus había infectado todo el geriátrico. 

La señora que tenía a mi lado con un traje de protección azul era una sanitaria del SAMUR. Sólo Rafi -Rafael Aguilera-, el alcalde de Alcalá, pudo convencerme. Se acercó al balcón desde la calle y, a unos metros más abajo, me pidió que cediera y me fuera con los sanitarios. Medio pueblo estaba en la calle golpeando cacerolas y haciendo sonar trompetas. Había decenas de guardias civiles y numerosas ambulancias. “Por favor, José Luis, es lo mejor ahora mismo. Volveréis pronto. Te lo prometo”, me dijo Rafi. 

Rafael Aguilera, alcalde de Alcalá del Valle (Cádiz), tras convencer a José Luis de que debía salir de la residencia. FibrAlset TV / Juan Jesús Barriga

Sólo entonces accedí a que me evacuasen. Lloré como un niño pequeño. Se me rompió el alma cuando vi que Rafi también se marchaba llorando de la residencia. Él y sus concejales nos estuvieron cuidando desde el viernes 20, cuando el virus ya cabalgaba desde hacía unos días por la residencia. Llegaban a primera hora y se marchaban de madrugada. Yo, cada noche, bajaba a fumarme un cigarillo a la puerta y lo veía irse exhausto, cabizbajo, desesperado. Quería darnos una solución para que no nos muriéramos, pero la solución no llegaba. 

Al final, cuatro de mis compañeros de vida en estos últimos años murieron después de contagiarse en el geriátrico. Rosario, Mateo...  Éramos 44 usuarios. 38 de ellos, contando las víctimas, acabaron con el virus. Yo, por el momento, continúo sin que ese bicho haya entrado en mi organismo. Sin duda, ese fin de semana y el lunes posterior, cuando no sabíamos qué iba a pasar, han sido de los peores días de mi vida. No se los deseo a nadie.

El perdón a La Línea

De la residencia La Pasionaria me gustaba todo. La comida, los compañeros del geriátrico, los empleados… Qué humanidad derrocha ese pueblo. Uno no lo sabe bien hasta que está allí. Quiero subrayar eso: el derroche de cariño y cercanía de las personas de Alcalá del Valle. 

Pero el brote del coronavirus obligó a la Junta de Andalucía a sacarnos de allí. El martes por la tarde -serían las cuatro-, llegamos al centro en el que estoy ahora mismo. Se llama Residencia Tiempo Libre. Está en La Línea, muy cerca de la playa. Llegué desolado. Pasé los dos horas de camino ensimismado y sin consuelo.   

Durante el traslado fui en una ambulancia con otro anciano que estaba contagiado. Cuando subí, pregunté: ¿pero esto qué es? Al llegar a La Línea nos pusieron a todos juntos, contagiados y no, en una misma sala, con las camas a medio metro una de la otra. Así estuvimos un día entero, hasta la tarde del día siguiente. No comprendo bien por qué lo hicieron. ¿No les importaba mi vida? ¿Les daba igual que yo también me contagiara? ¡Ah, claro, es que yo ya soy un viejo y debo de importar menos que cualquier joven sano!

Cuando entré en aquella residencia no me percaté de nada de lo que se había montado en la puerta del centro. Al llegar, todavía dentro de la ambulancia,pude escuchar algunos gritos, pero iba tan deprimido que no me importaba nada. Creo recordar que supe de lo ocurrido al día siguiente de ingresar aquí.

El miércoles por la tarde me instalaron en una planta con varias habitaciones. Aquí solo estamos los que no nos hemos contagiado todavía. Dispongo de una pequeña salita de estar con una televisión. Vi que habían detenido a seis personas por altercados a las puertas de esta residencia, por amenazar a la Policía y por tirar piedras al autobús en el que iban algunos enfermos. También trataron de impedir nuestro acceso a este lugar.

Sé que no todo la gente de La Línea es así. No se preocupen. Entiendo que eran unos energúmenos que no quieren ni la ropa que llevan puesta. Sé que los linenses son gente de bien manchados por unos desalmados. Pero estoy triste: cuando veo situaciones así o escucho decir a alguien en la televisión que la mayor parte de los fallecidos por coronavirus son ancianos, gente de mucha edad, como quitándole importancia a esas muertes, un rayo me recorre por dentro. 

Les diré algo. Los de mi generación y la anterior a la mía levantamos este país con mucho esfuerzo. Pero ahora nos queréis dejar morir. Por favor, no lo hagáis. Yo sólo conocí la democracia cuando me acercaba a los 30 años. ¿Qué sabrán de sufrimiento, de perseverancia o de pasar calamidades esos que ahora le quitan valor a nuestras vidas y que, con sus estúpidos argumentos, nos arrebatan el derecho a seguir viviendo? 

A la derecha, fumando, José Luis Guerrero, a su llegada a la residencia Tiempo Libre de La Línea de la Concepción (Cádiz). Marcos Moreno

Somos personas, no bichos raros. Nadie tiene la culpa de lo que está pasando, pero tampoco se puede dejar morir a nadie porque tenga 70, 80 o 90 años. Pido, por favor, que los que estáis ahí afuera, lejos de estas cuatro paredes que me rodean, luchéis por vuestro país. Hacedlo unidos, sin importar otra cosa que el bien común. Esto es peor que una guerra. Y en una guerra no se deja morir a nadie.

Deseando abrazar a mis hijas y a mi nieta

Ahora estoy mejor. Sigo poco las noticias en este televisor que me acompaña. Antes escuchaba bastante la radio por una aplicación en el móvil, pero ahora, no sé por qué, no tengo internet y no puedo escucharla. Es una pena. La verdad, me fío más de la radio y los periódicos que de las televisiones. 

Ya termino. Aquí, en La Línea, están cuidando de mí. Cada día me toman la temperatura. Parece que sigo sin síntomas. Sí, vale, tengo tos, pero es la tos crónica del fumador empedernido. 

También les cuento que estoy en contacto continuo con mis hijas y que a diario me llaman los trabajadores de la residencia de Alcalá del Valle. Se interesan mucho por nosotros. Rafi también me ha llamado. Dice que pronto volveremos a La Pasionaria. A casa. Si por mí fuera, volvía en este mismo instante. Estoy deseando que todo esto acabe. Quiero abrazar a mis hijas y a mi nieta. Eso supondrá que la pesadilla del coronavirus ha terminado y que ellas están bien.