Hay una escena en Los diez mandamientos (1956) que siempre me ha impresionado. Aquella en la que Charlton Heston, caracterizado como un anciano Moisés, desciende del monte Sinaí con las tablas de la Ley y se las presenta al pueblo judío sumido en la anarquía y la incredulidad divina tras la larga espera de su profeta.
En aquellos mandamientos, grabados por el fuego sagrado, reza uno que nos han enseñado desde niños: no robarás. Porque desde bien pequeños, nuestros padres y maestros nos han dejado claro que apropiarse de lo ajeno está mal. Sin embargo, miles de años después de aquel mandato divino seguimos tropezando en la misma piedra.
En los últimos días, la actualidad española vuelve a recordarnos que el ser humano insiste en atentar contra el séptimo mandamiento. Es el caso de las mordidas en torno al puente del Centenario en Sevilla, la reciente investigación sobre las mascarillas de Almería y otras tantas tramas que asoman, cada cierto tiempo, como hongos en el mismo tronco podrido del poder.
Nada de esto es nuevo. La corrupción parece haber sido una constante a lo largo de la historia humana. Incluso Pericles, figura clave de la Atenas democrática, fue acusado por sus detractores de haber utilizado fondos públicos en beneficio personal, aunque la historiografía ha demostrado que aquellas sospechas carecían de fundamento.
Uno se pregunta cómo es posible que, con sueldos elevados, privilegios garantizados y seguridad laboral, algunos responsables públicos decidan lanzarse a estas prácticas corruptas. ¿Qué clase de avidez empuja a quien ya lo tiene todo a querer aún más? Quizá la respuesta esté precisamente ahí, en la avaricia que no se sacia, en esa sensación de impunidad al pensar que el cargo es una propiedad privada y no un servicio público. Mientras tanto, la ciudadanía continúa su camino diario como puede, cargando con una mochila cada vez más pesada.
Porque fuera de los despachos institucionales, la realidad avanza por otros derroteros. La vivienda se ha convertido en un bien inalcanzable para miles de jóvenes y familias. La cesta de la compra sube sin tregua, incluso en los productos más básicos. Los trabajos se vuelven más precarios y la incertidumbre económica es ya una preocupación social.
En ese contexto, cuando salen a la luz estas historias de comisiones, amiguismos o desvíos de dinero público, el golpe no es solo económico, es también moral. Es la constatación de que, mientras unos malgastan lo de todos, otros hacen malabares para llegar a fin de mes.
La corrupción no solo roba dinero. Roba confianza del ciudadano, la materia prima de cualquier democracia. Cuando el pueblo percibe que el Estado no les protege, sino que permite abusos, se resquebraja la idea misma del sistema democrático. Comienza a instalarse un sentimiento de desamparo que abre la puerta a discursos que ven en las instituciones un enemigo y no un garante de derechos. Y ese es el mayor peligro al que nos enfrentamos, que la desafección política se convierta en el sentimiento general y dejemos de creer en las reglas comunes y en la posibilidad de un orden justo.
Por eso, más que discursos efectistas o promesas fatuas, urge que quienes roban devuelvan el dinero. Que la justicia sea rápida, clara, ejemplar y, sobre todo, justa. Que la transparencia deje de ser un eslogan y se convierta en una realidad. No es una cuestión de ideologías, sino de decencia. De proteger el bien común como un patrimonio que no se hereda, sino que se cuida.
Al final, todo se reduce a una cuestión de responsabilidad. Quienes ocupan cargos públicos tienen la obligación moral de actuar con honestidad e integridad si quieren recuperar la confianza del pueblo. Si queremos seguir viviendo en un Estado democrático que merezca tal nombre, es necesario que quienes gobiernan entiendan que el poder no es un privilegio, sino un compromiso con los demás.
Porque de todos los saqueos posibles, el más devastador es el que se lleva por delante la fe de un pueblo en sus instituciones.