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Hace poco se ha conocido una denuncia que resucita un asunto aparentemente superado: una madre, lesbiana y soltera, afirma que el párroco de San Isidoro Labrador (Pino Montano) impide a su hijo comulgar por primera vez por haber faltado cinco veces a catequesis. Ella, en cambio, sostiene que la verdadera razón de que su hijo deba repetir curso es el modelo de familia en el que viven. El asunto ha derivado, además de en la denuncia al Arzobispado, en la sugerencia del sacerdote de que ambos, madre e hijo, abandonen la parroquia.
Podría pensarse que estamos ante un gesto retrógrado aislado, el brote de intolerancia en un rincón olvidado del mundo contemporáneo. Pero la realidad es tozuda, y todas las alarmas llevan encendidas un tiempo.
Si nos remontamos 102 años atrás, a 1923, y releemos el artículo “La inmoralidad y la Iglesia” de Manuel Chaves Nogales, descubriremos un espejo que revela el fondo común de ciertas dinámicas de poder moral que parecen mantenerse intactas.
Chaves Nogales no es un polemista fácil. Su estilo combina ironía, lucidez y ternura moral; cuando atiza, lo hace de verdad, con un convencimiento pétreo de defender causas justas. En aquel texto respondía a una pastoral episcopal que denunciaba los bailes ligeros, la impudicia del teatro, la “glorificación de la carne” y los excesos del naturalismo sensorial. El periodista responde que “la verdadera inmoralidad escapa indemne de los latigazos episcopales”, en una crítica que no va contra la fe, sino contra el moralismo cómodo y cínico que olvidaba las verdaderas depravaciones del sistema: la explotación obrera, los desequilibrios sociales o la opulencia de la propia Iglesia.
Hoy el “escándalo visible”, según el párroco de Pino Montano, consiste en una familia “sin padre” —a saber, cuántas familias estaban ya huérfanas de padre en 1923 tras el desastre de Annual— y en la condición sexual de una feligresa, lo que justifica negar el derecho de un niño a pasar de curso catecumenal. El prelado no condena un espectáculo, ni la letra de una canción, ni siquiera una ley del Gobierno, sino a una mujer homosexual, madre de un niño que quiere recibir la Eucaristía.
Con estas y otras demostraciones de anacronismo, el poder clerical parece no haber abandonado su afán de legislar sobre lo íntimo. Se reconoce —incluso en medios sociales y en instancias legales— que la Iglesia tiene derecho a decidir quién puede comulgar, quién puede pertenecer a su comunidad, quién merece su beneplácito sacramental. Esa prerrogativa no es necesariamente espiritual; es un ejercicio de autoridad simbólica con graves implicaciones sociales. Es algo que tendría sentido si se tratase de un club privado, autofinanciado y sin capacidad de condicionar la res publica. Pero nada más lejos de la realidad.
Dejando a un lado la excepcionalidad española de los privilegios —también fiscales— de la Iglesia, la decisión de este párroco pone en duda la legitimidad de una madre y de su estructura familiar, pero, sobre todo, menoscaba la dignidad de un creyente que apenas levanta unos palmos del suelo. ¿En qué salmo está recogida semejante medida? ¿En qué versículo se receta tal necedad?
La denuncia exige que Saiz Meneses actúe, y de paso que los fieles reflexionen y que la comunidad no deje pasar el silencio. Si la Iglesia quiere seguir siendo un lugar de encuentro espiritual —como lo está demostrando con la misión de la Esperanza de Triana— no puede funcionar como una máquina de exclusión. En la medida en que actúa sobre lo íntimo, necesita reencontrar una concepción ética en la que el sacramento no sea privilegio, sino don.
En ese hueco entre dogma, autoridad y sufrimiento se juega la credibilidad moral de la Iglesia en el siglo XXI. Como en tiempos del periodista, la crítica no puede venir solo de fuera: debe nacer de los creyentes que sienten que la parroquia es una extensión de su casa, de todos esos sacerdotes que abren las puertas de su iglesia sin preguntar por la condición de los corazones que atraviesan el umbral.