Álvaro Ramos.

Álvaro Ramos.

Opinión

El último rugido del Villamarín

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Quien pase estos días por el barrio de Heliópolis se topará con una imagen extraña y, para muchos, dolorosa. El Benito Villamarín, aquel gigante de cemento, languidece entre grúas y andamios.

El estadio del Real Betis Balompié se despide, desmontado pieza a pieza, como un vestigio que se resiste a abandonar la historia deportiva de la ciudad.

Ya han pasado 25 años desde que Manuel Ruiz de Lopera, con su particular estilo, inaugurara la remodelación del estadio que por entonces llevaba su nombre.

La Avenida de la Palmera, “acolapsada” aquella tarde, fue testigo de un proyecto que parecía destinado a durar para siempre. Quién le diría al eterno Don Manué que aquella “caja de herramientas” acabaría un día en ruinas y que, de aquel polvo del derribo, resurgiría un nuevo estadio para el club de Heliópolis.

Para los béticos, el derribo no es solo una cuestión material. Es, sobre todo, un duelo íntimo, porque cada una de las más de 60.000 butacas guarda una historia personal. La del abuelo que llevó por primera vez a sus nietos, cuando todavía no sabía ni qué era un fuera de juego.

La pareja que hizo del Betis parte de su romance. Los amigos que aprendieron a medir la vida en goles y abrazos. Los forasteros que se enamoraron de un club sin ni siquiera haber nacido aquí. Y, por supuesto, los rivales que sintieron el vértigo de enfrentarse a una grada que ruge como pocas en España.

Estos días, muchos curiosos se acercan a las inmediaciones del estadio para contemplar cómo el templo verdiblanco se va despiezando. Y no hay bético que no sienta un pellizco en el corazón. Porque el Villamarín ha sido el alma del club durante décadas.

Testigo de excepción de tardes de gloria y de sinsabores, de descensos dolorosos y de sueños europeos, de levantar la Copa del Rey, del orgullo de ser el primer equipo andaluz en disputar competiciones continentales.

El barrio, mientras tanto, se queda huérfano. Los fines de semana sin fútbol dejarán un silencio extraño en la rutina dominical de Heliópolis. No habrá cánticos, ni bufandas al viento, ni la marea verde invadiendo las calles y los bares.

Pero la espera merecerá la pena. El nuevo estadio, más moderno, con todas las comodidades que exige el fútbol de hoy, será un templo renovado para seguir haciendo historia verdiblanca. En él, seguramente, se vivirán nuevas noches mágicas, nuevas victorias y, cómo no, también esas derrotas que tanto enseñan a sufrir… y a levantarse.

Lo que está viviendo el beticismo es, en realidad, una metáfora de la vida misma. A veces hay que aprender a soltar, a despedirse de lo que fue nuestro para abrir los brazos a lo que viene. Cuesta, porque el pasado siempre pesa, pero sin ese desprendimiento no hay espacio para lo nuevo.

El viejo Villamarín se derrumba, sí, pero lo hace para que florezca un estadio que dará aún más vida al club y a su gente.

El Betis sabe de sobra lo que es caer y volver a levantarse. Por eso el derribo no es un final, sino un principio. Como la vida misma. Perder algo importante para ganar algo aún mayor.

Y si hay una afición que entiende de esperanza, de lucha y de aguante, esa es la que viste de verde y blanco. Al final, lo que queda no es el hormigón, sino la pasión. Porque el Betis siempre resurge. Y no hay demolición capaz de tumbar un grito eterno: ¡Viva el Betis manquepierda!