Por fin veo abierta la puerta de mi antigua Facultad de Derecho, tras casi veinte años de haberse iniciado el traslado al nuevo edificio. Había pasado muchas veces delante de su imponente fachada y la puerta metálica de color negro siempre estaba cerrada, de modo que el único modo de acceder al interior de mi pretérita sede era a través de las otras tres grandes puertas de Geografía e Historia, Filología o el Rectorado.
Pero esta vez sí vi abierta de par en par la entrada a la Fábrica de Tabacos por ese lado del edificio. Mis recuerdos de cuarenta años atrás volvieron y me vi entrando en ella como aquella primera vez cuando fui a cumplimentar la matrícula.
Dejé a mi derecha la imponente escalera de mármol rojo que contrasta con el gris y el blanco de las columnas y las paredes. Seguí andando por el ancho y luminoso pasillo todo recto pues la luz que provenía del patio me atraía hacia el aula IX, la dependencia donde asistí a las clases de primero de Derecho.
Ahora ocupa nuestra aula una cafetería y ya no se ve el hemiciclo que nos acogía con sus grandes bancas y asientos abatibles de madera maciza. Ya no está la gran tarima sobre la que reposaba la mesa del profesor y su pizarra verde detrás. Ahora solo hay un gran mostrador al fondo antecedido de muchas mesitas con sillas ocupadas en parte por estudiantes y profesores de otras disciplinas.
Me di la vuelta y observé cómo en el aula en frente de la nuestra estaban terminando de instalar una gran biblioteca que desde luego visitaré más de una vez para evocar aquella antigua biblioteca donde estudié tantas tardes y mañanas repleta de la luz que se filtraba por los grandes ventanales traslúcidos.
Porque al subir a la primera planta, yo ya sabía que la sala de lecturas ya no estaba donde antaño, sino que ahora la ocupaban otras estancias más reducidas. Así que seguí el vestíbulo hasta el fondo pasando por el salón de grados y me encontré con la sede de los departamentos cuyas puertas de madera oscura labrada parecían las mismas por las que accedíamos a consultar al profesor o a celebrar los exámenes orales.
Andaba yo mirando a través de una de las ventanas hacia el patio y su fuente allí abajo cuando una mano sobre mi hombro derecho me trasladó de nuevo a la realidad y vi que era mi amigo Jesús. No podía creerlo ¡Era Jesús María López de Burgos, mi gran amigo y compañero de facultad!
¿Qué hacía allí en ese preciso instante cuándo yo me remontaba hacia el pasado?
¡Fui interrumpido en aquel viaje hacia mis sueños de unos años maravillosos en este palacio del Derecho!
Jesús se reía después de propinarme una buena palmada en mi espalda, como era su costumbre.
-¡Hombre, Jesús! ¡Qué casualidad!
-¡Luis! ¿Qué haces tú aquí?
-Pasaba por delante de la Facultad terminando mi caminata y he visto que por fin habían abierto la puerta después de tanto tiempo.
-¡Pues a mí me ha pasado igual, Luis! Pasaba con el coche y lo he aparcado en el parque porque quería venir a recordar los viejos tiempos.
Cuatro décadas después volvía a estar con mi amigo Jesús en los mismos pasillos que entonces, cuando nos acercábamos al tablón de anuncios para ver las notas del último examen realizado.
Bajamos uno a uno los peldaños de las escaleras de mármol rojo recreándonos en los altos techos y las grandes barandas de hierro negro. La luz entraba a torrentes por la gran puerta de acceso a nuestros sueños, a nuestra vida que ahora volvíamos a retomar en el templo del saber, en la academia.
El sol nos deslumbraba a la salida y Jesús sugirió girar a la izquierda sobre el empedrado entre las alfombras de hierba verde para ir a tomar una cerveza al bar de la calle San Fernando, como aquella tarde en la que faltó el profesor de romano y tuvimos la oportunidad de aprovechar ese momento para conversar y hablar de lo divino y lo humano, observando cómo pasaban por delante del majestuoso edificio de piedra blanca las estudiantes más hermosas.
La puerta del Rectorado queda enfrente y entran y salen por la gran verja profesores y estudiantes que ya no estudian derecho sino literatura o historia. Es la historia de nuestras vidas, unas vivencias que siempre estarán presentes recordando aquellas tardes anocheciendo al salir de la facultad y disfrutando del frescor de las noches de una ciudad eterna, Sevilla.