Hace unos cuantos años, seis por lo menos, me llamó la atención la quietud y el sosiego con que aquel hombre contemplaba el Ferial. Sólo en su silla, con sus manos apoyadas en la rodilla de la pierna que tenía cruzada, traje gris marengo y corbata oscura, con el catavino en la mesita redonda a su lado y pegado a la barandilla de su caseta que hacía esquina y, por lo tanto, disfrutando de unas colosales vistas de las coloridas y concurridas calles. Aparentemente, para este caballero no existía el tiempo: el reloj se había parado.

A nadie saludaba ni nadie lo saludaba a él. Eran las seis de la tarde y poco a poco la caseta se había ido quedando casi vacía. Nosotros estábamos en otra mesa a su lado y yo me fijaba en su tranquilidad y su incólume rostro. Ante sí tenía la inmensidad de la Feria, en primera fila veía pasar a las niñas y a las no tan niñas de flamenca, a los coches de caballo, a los padres con sus hijos pequeños, a los grupos de adolescentes que se olvidaban esos días de sus estudios, a los matrimonios en grupos con los hombres a un lado y las mujeres a otro, ensimismados en sus conversaciones, a los que paseaban dejándose llevar por la muchedumbre, a los que reían y a los que iban más serios.

Y pensé: él sabe disfrutar de la Feria. Está en el mejor sitio, sin nadie que le moleste, sin nadie delante y sin bebida que le falte. No tiene prisa porque pasen las horas, porque avance la tarde; quizás esté esperando a su mujer y a sus hijas, o quizás espere a unos amigos. O lo más probable: quizás no espere a nadie. ¿Para qué? Yo creo que él buscaba la paz en medio de la multitud, porque también se encuentra la calma entre el gentío si uno quiere.

Iba pensando en esa escena cuando llegamos a la puerta de nuestra caseta. Dos socios están en la puerta portando una copa y otros toman el fresco. Saludos a las nueve y media de la noche a los que presiden la caseta a izquierda y derecha en las mejores mesas, las pegadas a la verde baranda. Y junto a éstas cogemos una mesa redonda y bajita de color rojo. Y nos cargamos de la luz que emiten las lámparas de Paco Molina – la de Ponferrada, la de Pontevedra y la de Valencia - que lucen majestuosas al igual que los espejos reflejan y aumentan la belleza de la mejor caseta de la Feria. ¡Blanco, blanco, muy blanco, es el techo de La Flamenca! Compuesto de finas guirnaldas flotantes encima de nosotros.

Ya estamos deseando tomar una copa de vino muy frío después de tantas horas fuera, y cuando hemos tomado conciencia de nuestro acomodo se acerca un gentil camarero que amablemente nos ofrece de beber y de comer.

Al fondo, la calle con su ruido y movimiento; adentro, toda una noche por delante, distinta, distante y cercana a la vez, desconocida y sorpresiva ¿Quizás oculta todavía? Pues acabamos de empezar a adentrarnos en una noche hermosa, melodiosa, resplandeciente, musical, radiante, alegre…

Sevilla tiene su cielo estrellado

y desde el firmamento se ve una ciudad con un alumbrado.

Sevilla ha anochecido embrujada por la Fiesta eterna, interminable

La ciudad está poseída por la fuerza de la vida, el cante, la guitarra, el vino, las palmas y el baile.

Sevilla permanece inmortal envuelta en una vertiginosa semana

y se deja llevar por sus invitados,

encantados de ser acogidos por tan elegante dama.

La Feria de Abril os recibe

Nada os exige o pide

¡Id a beber y a bailar!

¡Id a vivir y a gozar!