Apenas diez días después del temblor, el avión que conecta Madrid con Guayaquil va prácticamente vacío. Ni turistas, ni políticos. Algún periodista y apenas dos cooperantes de la Fundación Olloqui por la Infancia viajan hacia un país absolutamente desolado. Uno de ellos es el padre Mariano Merchán, de 86 años, quien lleva más de cuatro décadas creando escuelas y hospitales en el Ecuador. Ahora, retirado en una residencia de sacerdotes en Toledo, regresa al país del que se despidió hace cinco años para consolar a los cientos de damnificados por la catástrofe en la que murieron casi 700 personas.

Doce horas de vuelo. 9.500 kilómetros. El cielo que deslumbra al otro lado de la ventana del avión esconde a sus pies una tierra que grita… Decenas de familias rotas. Cientos de heridos. Más de 30 mil personas afectadas. Pueblos sepultados bajo los escombros desde hace diez días. El destino final del padre Mariano está en el cauce del Río Manta, la zona más perjudicada. Barrios enteros que han perdido el ochenta por ciento de sus construcciones, zonas turísticas en las que los edificios altos son ya apenas montañas de escombros.

"Los muertos, los heridos, las familias arruinadas, los niños huérfanos, los ancianos solos… tienden a desaparecer de las portadas de los periódicos cuando el drama apenas empieza. Luego llega la soledad, la miseria, la pobreza… Es terrible el olvido", lamenta el padre Mariano. "Quise regresar para apoyar y abrazar a mis compañeros en las misiones y a los cientos de ecuatorianos con los que he compartido mucho más que una vida".

Al escuchar lo que sus hermanos le cuentan, él se emociona: aquello que no se cayó también es una desgracia. Decenas de grandes edificios públicos, iglesias, hospitales y colegios han quedado tan dañados que es necesaria su demolición o rehabilitación para evitar que más personas corran peligro. Seis meses después, "las grietas siguen creciendo y hay riesgo de que cedan las paredes y mueran más personas aplastadas. En cambio, los costes se han disparado tanto que es una tragedia para nosotros que el temblor no tumbara estas paredes en abril. Simplemente, no tenemos recursos para colocar cables tensores ni para demolerla tampoco, así que supone un riesgo todavía para los vecinos". Los fondos que llegan se destinan a la ayuda directa a las gentes, a paliar el hambre, a apoyar a las familias que aún arrastran mutilados o heridos graves. Los edificios dañados y las reconstrucciones ocupan el último lugar en la lista de inversiones urgentes. Y el peligro sigue siendo alarmante.

Dramas familiares en Manabí y Esmeraldas

En el corazón de Manabí, Helena Rodríguez recuerda una y otra vez desde hace seis meses la forma en la que ordenaba el calzado en un armario que acababa de comprar en su casa de Portoviejo la tarde del sábado 16 de abril, mientras se bebía un zumo de guayaba. Había pasado con su familia la mañana en el mercado, eligiendo el mueble nuevo para el vestidor familiar. Veinticuatro horas después, al entierro de su esposo y sus tres hijos fue descalza. Cuarenta y dos segundos tardó el terremoto en desordenar sus zapatos y sus sueños para siempre.

Una de las casas derruidas en Ecuador. Alba R. Santos

Javi vive en Manta con su hermano y su abuelita desde que perdió a sus padres. El día del terremoto la casa se les echó encima. Llevan seis meses recogiendo los recuerdos que salvaron entre los escombros. Una semana después del desastre, su abuela le confesó al padre Mariano y a dos cooperantes más que en su familia se habían terminado los tiempos de festejos y las alegrías. Javi rompió a llorar. Hay cosas que no se pueden aplazar… Aquel día, en Manta nada era más urgente que los cinco años que cumplía Javi García.

En el pueblo de Jama, en Manabí, no queda gente, ni madres que celebren su festividad. Los vecinos huyeron a la sierra espantados por los saqueadores que, tras el terremoto, gritaban que un tsunami se avecinaba para poder robar a sus anchas. Se lo llevaron todo en la calle central, salvo un globo que no quiso nadie y que recordó, pocos días después de la catástrofe, que el día de la madre existe aunque muchas de ellas hayan perdido sus vidas.

Un globo de felicitación del Día de la madre. Alba R. Santos

En Jipijapa, una madre viuda buscó a su hijo durante horas. No había luz, ni agua, ni líneas telefónicas. Tardaron más de una noche en alertarla del lugar desde el que Carlos gritaba pidiendo ayuda. El terremoto le había pillado en su lugar de trabajo. Tres plantas del edificio se habían desplomado sobre él, protegido en un pequeño espacio hueco en el piso más bajo. Durante días y noches, María le habló a escasos metros, sentada desde la acera. Quiso trasmitirle toda la calma que pudo: "Ya vienen a por nosotros, te sacarán enseguida, están trabajando para que vuelvas a casa en cuanto levanten esas piedras, iremos de vacaciones…".

María sabía desde el primer momento que todo era mentira. Su hijo Carlos, de 23 años, estaba sepultado bajo un torrente de cemento imposible de limpiar. Murió de sed y de hambre varios días después del desastre. No existe maquinaria que pueda levantar, sin desplomarse, un edificio de varios pisos.

A Melba tuvieron que llevársela por la fuerza de su domicilio quince días después del terremoto. Llevaba dos semanas vigilando los catorce tablones de su casa que quedaron en pie. Agradecida y en deuda con sus escombros, porque le salvaron la vida.

Keny se debatió durante meses entre el seminario y el amor, poniendo en la balanza su vocación sacerdotal por la pasión que despertó en él una joven de la parroquia. Se decidió al fin, le pudo el corazón a la vocación, colgó la sotana y tuvo familia.

La tarde de la sacudida salió de casa, y oyó al cerrar la puerta cómo quedaban atrás la risa de sus dos hijos y la voz de su esposa debatiendo con su suegra y su cuñada el menú para cenar. Volvió a la iglesia tres días después de la catástrofe. Contó al párroco que lo tuvo todo, y ya no tenía nada. Los cinco miembros de su familia recibieron sepultura simultáneamente; ninguno pasó por la iglesia ni se le hizo misa antes. En Manta, la fe de Keny quedó sepultada debajo de arsenales de dolor.

El padre Manolo Rodicio nació en Orense hace más de 50 años y es párroco en una de las zonas más perjudicadas tras el terremoto. Pensaba regresar definitivamente a España este diciembre, pero el dolor de sus feligreses le anima a quedarse allí sin más planes que el de ayudar a avanzar. Conoce a Keny desde hace años, fue su alumno en el seminario. El padre Manolo ha intentado darle consuelo desde que todo pasó. Keny sigue adelante como puede, inundado de sufrimiento. Al segundo mes del terremoto, las autoridades de Portoviejo hicieron una fiesta para intentar contagiar de alegría a los vecinos, y Keny hizo público un durísimo manifiesto: él reivindica el dolor y sus muertos, a los que nunca olvida.

El padre Mariano y el padre Manolo.

El padre Manolo confiesa que la angustia de los primeros momentos fue cediendo. "Vivimos más resignados, más en paz, en más sosiego… pero también mucho más pobres. La sociedad ha perdido muchos puestos de trabajo, las empresas se han hundido y reflotar es imposible cuando no hay ninguna piedra a la que agarrarse para avanzar. Los niños van a clase en aulas prefabricadas y son muchos los que todavía tienen problemas de insomnio y ansiedad. Los miedos son terribles, y los talleres de apoyo psicológico que se imparten en las parroquias son importantes para que los pequeños vuelvan a confiar en la vida. Los agobios van cambiando. Al principio, la incertidumbre; luego, el vacío; después, la asimilación. Pero los niños son los más vulnerables. Es importante que el futuro traiga nuevas posibilidades e ilusiones”.

En Ecuador piden que no se olvide la catástrofe, y que las soluciones que se dieron por vías urgentes no sean las opciones definitivas para estas familias."El Gobierno está trabajando mucho y en general bien –reconoce el padre Manolo-. Se unieron muchas fuerzas y se dieron respuestas inminentes, que con el tiempo deben ir mejorando. A las pocas horas del seísmo las carreteras se estaban arreglando, había centros de reparto de comida, de atención sanitaria, pero el tiempo serena las cosas, en todos los sentidos, y eso también provoca más lentitud en la resolución de problemas de importante envergadura. Tenemos a muchas personas viviendo todavía en casas de cartón prensado, se han hecho residencias de caña, de aglomerado... Esas casas se destruyen en cuanto llueve y las familias, antes acomodadas tras muchos años de trabajo, merecen otras posibilidades. Al principio de un desastre de este calibre se buscan respuestas rápidas pero todavía quedan familias en carpas, y la sociedad se está desestructurando. Es necesario escuchar el querer de la gente para saber cuáles son sus necesidades más básicas y atajarlas. Al principio aceptaban cualquier cosa como parte del shock y la desolación, ahora buscan retomar una vida que perdieron bajo los escombros". 

Hoy domingo, el padre Manolo Rodicio celebra en el Centro Comercial Fernández Navarrete una misa en memoria de las 96 personas que perdieron allí la vida. El edificio se colapsó aquella tarde cuando el suelo empezó a temblar y los familiares siguen abatidos ante la batalla con la naturaleza que les dejó huérfanos de tantas cosas.

Ahora, cuando se cumplen seis meses del día exacto en que la tierra tembló en Ecuador, Javiera Raquel, de siete años, explica muy bien cómo la luz se esfumó de pronto y de qué forma el miedo se le agarró tan fuerte al estómago que todavía no la ha soltado. Ella camina entre los solares vacíos, en las mismas calles en las que antes había casas, parques y tiendas. La reconstrucción será lenta. Mientras, ella sólo pide que todos los días 16 de cada mes, cuando el sol se marcha y se acercan las siete de la tarde, los mayores que estén con ella la abracen muy fuerte, por si el baile del suelo vuelve y quiere asustarla otra vez.