Martín y Ana Milena se odiaban mucho antes de conocerse. Él aprendió a hacerlo por convicción, ella por necesidad. Durante años habitaron lados opuestos en esas trincheras invisibles que aún hoy dividen el largo y ancho de Colombia. Martín era guerrillero. Ana Milena, paramilitar. Izquierda y derecha, la división de siempre. Podrían haber abierto fuego el uno contra el otro de haberse encontrado hace años. Están seguros, podrían. Hoy, lejos de las armas, comparten un hogar, dos hijos, la vida.

“Y eso que yo pensaba que esto no pasaba del noviazgo”, ríe Ana Milena. Llevan casi seis años juntos desde que se conocieron en Bogotá, dentro del programa de reintegración de desmovilizados. Entonces, abrazar al enemigo no solo les obligó a enfrentarse a sus propios prejuicios, también les puso en peligro frente a sus antiguos compañeros. No hay amor, ni excusas que valgan cuando se trata de convencer a dos grupos separados por años de guerra abierta. Y aun así, siguieron adelante.

“Cuéntales cómo fue que te recluté, papi”, le dice ella divertida. “Fue una emboscada”, responde él con una media sonrisa. 

Martín (47 años) tenía 17 cuando empezó a interesarse por el movimiento guerrillero. En aquel momento, 1986, acababa de terminar el bachillerato y quería empezar la carrera de Ingeniería de Sistemas. Vivía en Barrancabermeja, en el departamento de Santander, una zona industrial conocida por ser la mayor refinería del país, pero también por sus fuertes enfrentamientos laborales y luchas campesinas. En medio de este contexto, Martín tuvo que tomar una difícil decisión. “Mi padre me dijo o va usted a la Universidad o va su hermano. No había plata para los dos. Al final él fue a Bogotá a estudiar enfermería. Yo me quedé”. Excluido del sistema, ingresó en el Ejército de Liberación Nacional (ELN), un grupo guerrillero de inspiración marxista creado en 1964. Entró -dice- porque quería ayudar a la gente de los barrios sin oportunidades, a gente como él.

Durante los años siguientes, su localidad se convirtió en escenario de asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, secuestros y enfrentamientos permanentes entre las guerrillas al norte y los paramilitares al sur. El culmen llegó el 16 de mayo de 1998 con la llamada “masacre de Barranca” donde fueron asesinados 32 miembros del ELN.Para entonces, Martín ya había decidido marcharse. “Estábamos luchando contra una pared que nos rebotaba y nos rebotaba todo el tiempo”.

Llejos de las armas, Martín y Ana Milena comparten un hogar, dos hijos, la vida. Gabriel Corredor

Dejar las armas

En total, 57.996 colombianos han dejado las armas durante los últimos trece años, la mayoría lo ha hecho a través de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR). Como cabe esperar, volver a la vida civil no es un proceso fácil ni breve. Diana Díaz, psicóloga de esta entidad, asegura que “al principio lo primero que quieren es volverse. El impacto es muy fuerte, están solos y tienen miedo al rechazo. Muchos sufren estrés postraumático o manía persecutoria”. El proceso de reintegración dura un máximo de seis años y medio, en el que el desmovilizado recibe atención psicosocial y educativa. El objetivo es ayudarles a buscar nuevas metas personales, familiares o profesionales. A cambio, estas personas se comprometen a hacer trabajos para la comunidad y, por supuesto, a no volver a delinquir. Casi 13.800 de los que iniciaron el proceso en 2003 lo han culminado con éxito. Entre ellos está Martín, que hoy trabaja dando charlas en colegios e institutos para prevenir nuevos reclutamientos entre los más jóvenes.

Ana Milena (38 años) no tomó las armas por convicción, “simplemente era una opción de vida”. Cuando tenía 8 meses su madre la abandonó y, desde entonces, quedó al cuidado de un padre autoritario y una sucesión de madrastras que, según ella, le hicieron la vida imposible. “Ellas me dejaron cicatrices en el cuerpo que me dolieron más que las que me dejó la guerra. No podía más. Al final le dije a mi padre que me iba a trabajar como empleada doméstica y me fui a vivir otra vida”. Tenía solo 12 años cuando entró en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una organización paramilitar de extrema derecha nacida en los 90 expresamente para combatir a las guerrillas de izquierdas.

“Si te digo que nunca accioné el arma en contra de alguien es mentira. Decir que yo en el monte estuve cocinando es más mentira. Pero yo nunca me vanaglorio, por respeto a mí y a la víctima”, confiesa Ana Milena. Tras dieciséis años en el frente, finalmente lo abandonó en 2006 junto a otros 30.000 autodefensas, durante el proceso de desmovilización de los paramilitares impulsado por el entonces presidente Álvaro Uribe. Un proceso con más sombras que luces ya que, como han denunciado organizaciones locales e internacionales como Human Rights Watch, muchos de estos paramilitares se reagruparon en bandas criminales para continuar sembrando el pánico con masacres, ejecuciones y desplazamientos forzados. “Yo misma podría haber continuado en otros grupos delictivos como hicieron ex compañeros míos, pero tenía una razón más importante: mi hijo”. El pequeño había nacido dos años antes pero, a los pocos meses de dar a luz, Ana Milena lo dejó con unos familiares para continuar su lucha. “Fue muy duro, de lo más duro que he vivido. Me preguntaba qué estaría haciendo, qué educación tendría. Yo no quería que mi hijo viviera lo que yo viví. Eso fue lo que me hizo dejar las armas”.

El camino de su reintegración empezó por enfrentarse cara a cara con aquellos a los que disparó y le dispararon. En los comienzos de la ACR, el Gobierno solía reunir a unos 30 o 40 ex combatientes de todas las organizaciones para trabajar en grupo. No salió bien. “Imagínate, estábamos todos pegados contra la pared. No se puede meter en un mismo espacio a gente recién llegada, que solo unos días atrás nos estábamos matando en el monte. La paz no es tan fácil, no va así”. Gracias a las quejas de desmovilizados como ella, esta práctica desapareció y los talleres grupales fueron sustituidos por asesorías personalizadas.

Ana Milena admite que el proceso le costó algo más que a Martín. “Si uno no tiene su arma, se siente desnudo. Así me sentía yo, como saliren bola a la calle”. Aun así, hoy también lo ha concluido con éxito. El único nexo que guarda con su vida anterior es imposible de borrar, lo lleva dentro. “Un día, estando todavía con las AUC, me dispararon. Yo llevaba al cuello una cadena con un Cristo bien grande. Gracias a Dios la bala golpeó ahí y se desvió. Iba directa al corazón. Una no puede creer que siga con vida después de ese momento”. Ella sobrevivió, pero la bala y el Cristo quedaron dentro. “Ahí están, dentro. Me han sacado radiografías y se ve hasta la cara del Cristo”, cuenta señalando la hendidura visible en el centro del pecho.

Prometerse amor, después de jurarse la guerra

Martín y Ana Milena viven en una apartamento sencillo a las afueras de Bogotá. En el comedor, las paredes están prácticamente desnudas. Ningún símbolo, ningún recuerdo del pasado. Un territorio neutral para empezar de cero. Esas fueron las condiciones.

Las paredes de la vivienda de Martín y Ana Milena están desnudas: ningún recuerdo del pasado. Gabriel Corredor

Cuando se les pregunta por los comienzos de su relación. Ana Milena toma la iniciativa. Él, tímido, agacha la cabeza y juguetea con el móvil. “Esas cosas las cuenta ella”, responde a media voz.

La pareja coincidió por primera vez en las charlas de prevención que los ex combatientes dan en colegios y universidades. Al principio, reconoceAna Milena, no se llevaban bien. “Disculpa lo que voy a decir mi amor, pero yo con la guerrilla no me podía ni ver, es que ni siquiera podía escucharles hablar”. Todo empezó a cambiar cuando les mandaron a trabajar juntos durante siete meses a la localidad de Usaquén.

“Estando allá conocí a un chico de 16 años. Su papá estaba muerto y era él quien llevaba la comida a casa. No podía seguir estudiando, no le daban trabajo por ser menor, le tocó ser malandro. Entonces pensé: 'Mierda, cuánta gente murió y uno no los conocía a fondo'. Me creó un conflicto interior muy grande”, explica ella.  

Al final, el contacto con el otro borra las esquinas de los ideales, difumina las fronteras de las creencias, deja en cueros los estereotipos y los miedos. “Yo empecé a entender la lucha de Martín, pero sin volverme guerrillera ¿eh? Y no sé en qué momento un día me robó un beso ¡Se llama acercamiento del proceso, m´hija!”. Los dos ríen. Se miran, cómplices.

La suya no fue nunca una relación al uso. Tuvieron que empezar a verse a escondidas, por miedo. Pronto empezaron las sospechas. “Mis ex compañeros decían '¿Austed qué le pasó?, ¿se fue a alinear con los guerrilleros? Dele piso a ese guerrillero hijueputa”.Incluso un antiguo comandante de las AUC le hizo una advertencia: “Usted sabe muchas cosas y nosotros sabemos que usted es fiel a la causa. No le irán a salir cositas que usted sepa. Ya sabe que en medio del amor, uno comete errores”. El mensaje estaba claro.

Martín tampoco lo tuvo fácil. “Había mucha gente a su alrededor que intentó que la relación fracasase. Fue muy difícil pero, míranos ahora, tenemos un bebé juntos y mi hijo mayor le dice papá, es su figura paterna”, cuenta ella orgullosa.

Les salió bien, asegura. Pero, ¿qué pasa con ellos mismos?, ¿con sus pasados?, ¿hasta dónde se puede hablar sin que salten los puntos de las cicatrices? “Nuestro pasado está ahí, no se puede borrar, pero no se toca. Al principio hubo un día en que nos peleamos. Que si es que ustedes los guerrilleros o ustedes los paracos. Ese día dijimos que no lo volveríamos a tocar. Aprendimos a mirar al otro, no por las siglas, sino como ser humano”.

Foto: Gabriel Corredor

Una reconciliación nacional

Han hecho falta 52 años de violencia, cerca de ocho millones de víctimas y 220.000 muertos para que al fin Colombia esté hoy un poco más cerca de eso que hace mucho tiempo conocieron como la paz. Gobierno y FARC acaban de sellar las conversaciones tras cuatro largos años de incertidumbre. Será el próximo 2 de octubre cuando el propio pueblo colombiano deba refrendar lo acordado. Sí o no. Todo depende de un monosílabo. Las opiniones se debaten entre la aceptación y el miedo, el hartazgo y el rencor. Mientras tanto, hoy en la calle se respira un aire distinto. Es una curiosa mezcla entre incredulidad y esperanza.

“Como ex combatiente me hace ilusión que las cosas puedan cambiar. La gran mayoría apostamos por el diálogo. Pero, ojo, el fin de la negociación no quiere decir que el conflicto se acabe. Solo se transformará”. Para Martín, la paz solo es el primer paso. Después vendrá el post conflicto, la reconciliación. “Ahí está lo duro”.

La Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR) calcula que, tras la firma de la paz, podrían desmovilizarse unas 17mil personas.Según su director programático, Esnéider Cortés, ellos ya estarían preparados para asumir este importante volumen de trabajo. “Sabemos lo que hay que hacer y tenemos capacidad para hacerlo”. La ACR, considerada hoy un modelo en todo el mundo, atiende actualmente entre cinco y diez desmovilizados al día. Un 42% de las personas que han pasado por sus oficinas son ex combatientes de las FARC. Es el caso de Gladys (nombre ficticio), que abandonó las armas en 2010. “Caí herida en una emboscada y en ese momento me di cuenta de que cualquier día podrían matarme. Dejé la guerrilla y me vine a Bogotá con mis hijos. El proceso no ha sido fácil, pero ha cambiado mi vida. Ahora considero que estoy con las personas que quiero”.

Para Martín y Milena, sin embargo, esta institución modélica aún tiene mucho que mejorar. “Valoro los aportes a la reintegración, pero tampoco creo que sea un modelo de exportación al mundo. Los únicos desmovilizados que a día de hoy trabajamos lo hacemos para el propio Gobierno, el resto está en la informalidad o no tiene nada. Hay compañeras ex combatientes ejerciendo la prostitución, gente en la indigencia, en la droga, ¿eso es exitoso?”, critica él y añade “el verdadero problema de esto es la reincidencia. Si te sientes ignorado, empiezas a plantearte si todo el esfuerzo que se hizo por dejar las armas valió la pena. Por eso algunos se sienten derrotados, recaen, vuelven”. Según datos de la ACR, un 25% de las personas que intentan reintegrarse acaba volviendo a la vida armada.

Para Martín, el fin de la negociación no quiere decir que el conflicto se acabe. Gabriel Corredor

Según cifras oficiales, solo un 30% de las personas en proceso de desmovilización tienen trabajo formal. Desde la Agencia tratan de apoyarles sensibilizando a las empresas y ofreciendo una pequeña ayuda económica (dos millones de pesos colombianos, unos 500 euros) a aquellos que quieran montar un negocio propio. Desde 2013 se han puesto en marcha 13.000 proyectos. “Intentamos darles las mismas oportunidades que puede tener cualquier otro colombiano para que compitan en igualdad de condiciones”, defiende Esnéider Cortés.

Las mismas no, denuncia Ana Milena. “Una vez fui a presentarme a un puesto de secretaria y al pedirme el currículum me preguntaron qué había hecho durante todos esos años, si tenía recomendaciones. Me sentí tan acosada que le dije: 'Mira soy desmovilizada y recomendaciones tengo todas las que quieras. Si quiere me voy, pero no ande preguntándome esas maricadas' ”.

Su currículum les pesa. Lo quieran o no, está marcado por la X de ex. “Recae en uno toda esa carga de ser ex ELN, ex FARC, ex AUC. La gente no te da la bienvenida, te tiene miedo porque dicen que sabemos matar, que sabemos robar. A mi no me van a juzgar solo por lo que yo hice, sino que me van a decir: 'ustedes los paracos'. Es un estigma”, lamenta Ana Milena.  

Según una encuesta nacional de 2013, uno de cada cuatro ex combatientes desmovilizados se siente discriminado. La mayoría percibe el rechazo en la dificultad de hacer amigos, seguido por la discriminación en el trabajo. En esa misma encuesta se destacaba que más del 80% de los colombianos aceptaría estudiar o trabajar al lado de un desmovilizado, si bien la mitad rechazaría que un familiar suyo estableciese vínculos cercanos con un ex combatiente.

Así las cosas, no es extraño pensar que el post conflicto vaya a ser más complicado que la propia guerra en este país lleno de víctimas y victimarios, cubierto por heridas bien abiertas. “Un día iba en un autobús y se subió una chica que estudió conmigo en la vereda”, empieza a contar Ana Milena. “A su papá lo mató el grupo en el que yo estaba. Cuando me vio se le transformó la cara, ni se sentó. Se bajó del autobús”. Sí, va a ser difícil para ambas partes, llevará tiempo. “En Colombia todavía hace falta generar una cultura de paz, tenemos que reconstruir nuestras relaciones como sociedad”, afirma el director de la Agencia para la Reintegración. “La paz no es solo cosa del Gobierno y la guerrilla. Esta carga es de todos”, insiste Martín.

Ellos dos lo consiguieron. “Para que Martín y yo funcionásemos tuvimos que darnos la oportunidad de conocernos de verdad. Eso ha permitido que nosotros hasta el momento estemos bien. Hay que dejar de mirar al otro con estigma si uno quiere que no lo estigmaticen”, sentencia Ana Milena. Su historia personal es un ejemplo claro de que la reconciliación es posible si existe la voluntad de entender al otro, aunque este  sea tu mayor enemigo.

Tras la firma de la paz podrían desmovilizarse 17.000 personas. Gabriel Corredor

Noticias relacionadas