Sanabria no es un lugar más en el mapa, es mi tierra y es el territorio que me ha dado raíces, donde cada sendero guarda un recuerdo y cada pueblo tiene un rostro conocido. Ahora, son las siete de la mañana y el cielo amanece cubierto de humo en Valdeinfierno (Sanabria). La luz apenas atraviesa la bruma gris. El aire huele a madera carbonizada y a esa mezcla ácida que se queda en la garganta durante horas.
Irene aparece puntual y con una calma contagiosa. Con ella ya coincidí hace tres años, en la Sierra de la Culebra, cuando el fuego devoró el monte por completo. Y aquí sigue, con la misma serenidad grave ante una sierra que arde sin piedad.
El camino hacia el valle de Valdeinfierno es una carretera que parece estrecharse a cada metro. A un lado, el valle de Valdetejos arde como un horno abierto; al otro, el del Tera se consume entero, las llamas bajan hacia los pueblos con una ferocidad implacable.
Parte de la brigada se prepara para la jornada, aún con la incentidumbre de lo qu epuede pasar.
Desde la camioneta de Miguel, el ganadero que me sube a la sierra, el paisaje parece una maqueta de fuego en movimiento, llamas que saltan los caminos y humo que engulle montañas. Nadie dice nada, porque las palabras las ahoga la congoja.
El equipo de Irene está compuesto por 10 personas en verano y siete en invierno. Hoy son los justos, pero parecen todavía menos ante la inmensidad de las llamas que recorren la sierra.
Entre ellos trabaja Daniel, portugués de 63 años, que carga su mochila de agua como quien lleva una parte de su vida en la espalda. Es de la vieja escuela, fuma despacio, nunca corre, pero tampoco se detiene. “Mañana todo lo que hemos salvado hoy estará quemado”, suelta con la naturalidad de quien conoce la rutina cruel del fuego. Nadie le contradice.
Los jóvenes del grupo se mueven con rapidez, golpeados por el calor, pero con la adrenalina intacta. Los veteranos, como Daniel y Miguel, economizan gestos, reservan fuerzas. Todos comparten una misma certeza: que el fuego no se apaga, sólo se retrasa en esta sierra. Y que cada jornada es apenas un pulso contra la naturaleza que a veces se gana y que otras se pierde.
Daniel fuma en "zona segura" esperando con el resto del equipo a ver la evolución del fuego.
Hace ocho años les retiraron el equipo de transmisiones. En medio de montañas y gargantas, la cobertura es un lujo y la comunicación también. El protocolo OCEL (Observación, Comunicación, Escape y Lugar seguro) es casi un mantra, pero sin radio parece un susurro inútil.
Irene repite: "Lo primero es tener clara la vía de escape". Pero aquí, en Valdeinfierno, hoy las llamas nos lo han puesto difícil.
El fuego no sólo avanza sino que corta el paso. La única carretera por la que se sube a la sierra se ha convertido en un túnel de humo. Las llamas saltan a las cunetas y dibujan paredes que parecen cerrarse sobre nosotros.
"Nos puede rodear el fuego en cuestión de segundos", dice Irene, señalando la ladera. Tras sus palabras se impone el silencio. Y a continuación nos pide que nos quedemos en zona segura, en un área ya quemada. Es ese tipo de silencio que arde más que el propio fuego, porque todos sabemos lo que significa.
Irene lleva 30 años en extinción de incendios y comenta que no ha visto uno igual.
"Atacar de frente un fuego es imposible", las llamas son demasiado altas, el aire vibra y quema. El traje se convierte en una segunda piel ardiendo.
Bajo tierra, las turberas (humedales ácidos) son raíces que arden como mechas invisibles, prendiendo de nuevo lo que se apaga arriba y convierten este incendio en un infierno en la tierra.
Valdeinfierno parece un nombre escrito por alguien que ya lo había visto todo.
Pasamos 17 horas entre humo y ceniza. Cuando paramos, es sólo para beber agua y ver el avance del fuego. Así Irene puede estudiar cómo atacarlo. A ratos, las llamas parecen retroceder, en otros, regresan con más fuerza.
La unidad lucha en Valdeinfierno para que no pase al otro lado del camino.
Nadie celebra nada, porque todos saben que lo que hoy queda en negro, mañana puede volver a teñirse de rojo. La moral se resquebraja, pero nadie se permite mostrarlo.
La amenaza sobre los pueblos es constante. Ribadelago fue desalojado ayer por la llegada del fuego. San Martín de Castañeda y Vigo de Sanabria viven bajo la sombra naranja del humo.
Desde arriba se ve cómo el valle entero se convierte en una herida abierta, la llama baja en cascada hacia los pueblos, como un ejército imparable. Irene lo observa en silencio, sin apartar los ojos. Quizá porque sabe que la lucha, está perdida de antemano.
Cuando al fin regresamos, ya es medianoche. El cielo no está oscuro, es un tapiz naranja, iluminado por los rescoldos que aún hierven en la montaña. "Podemos pasar, porque ya se ha quemado todo", una frase que resuena en nuestras cabezas y golpea con más fuerza que el calor de las llamas.
Al mirar atrás, vemos cómo lo que cerramos horas antes vuelve a arder por el efecto retorno. El viento, traicionero, revive lo que parecía muerto. Ese último golpe es peor que el cansancio.
Irene se quita el casco, respira hondo y no dice una palabra, porque no hace falta, todo lo que queda ya está escrito en el fuego y humo de Sanabria.
La vista atrás después de la jornada, un duro golpe a la moral de todos.
