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En el bar Franky, entre el olor a café rancio y croquetas de fondo de congelador, se cocía algo más que jamón presunto. Allí, Koldo García —chófer de profesión, asesor por accidente y patriota de sí mismo— montó su primer cuartel general. Un nido de comisiones, facturas falsas y confidencias de servilleta que la UCO ha desbrozado con precisión quirúrgica: conversaciones grabadas, pagos sospechosos, empresas zombi y una pasmosa normalidad en el arte de trincar.

Le siguieron otros bares y otras compañías, pero ahí arranca nuestra ruta. Con Ábalos, Koldo y Cerdán —trío de ejecutores que hacía del tapeo su modus operandi— desplegando un plan que combina barra libre, despacho improvisado y cajero semioculto entre Pamplona y Madrid.

Una gira de locales con roles definidos, cada cual en su parte de la coreografía: cobrar, blanquear, coordinar y cerrar.

Y todo con tanta naturalidad que da cosquillas, porque el escenario era tan cotidiano que no levantó sospecha hasta que la UCO puso micrófonos y cámaras para desgracia del pobre Santos, que se lo temía desde el principio.

Porque si algo tenía el entorno del trío era querencia por el bar. No como punto de paso, sino como modelo de gestión. El bar como sede ministerial, como terminal financiera, como confesionario sin sotana.

Cada uno con su función: uno para cobrar, otro para reunirse con empresarios, otro para repartir favores. A falta de sobres, valía una servilleta. A falta de ministros, bastaba con Koldo.

El procedimiento era simple y eficaz: facturas infladas que llegaban a las empresas públicas, billetes que circulaban entre platos y encuentros de medio pelo que para repartir el trozo más grande del pastel público.

Así, entre un café con leche y un albariño, se movía un circuito donde la normalidad aparente ocultaba la impunidad perfecta.

El Bar Franky, en Pamplona, en una imagen de archivo. Google Maps

Bar Franky (Pamplona)

La historia empieza con mascarillas, como casi todo lo turbio de los últimos años. Pero pronto el relato gira hacia algo más clásico, más castizo: contratos públicos a dedo, constructoras agradecidas y un bar donde se decidía quién se llevaba el trozo más jugoso de un pastel horneado con dinero público.

Mientras en el Congreso se debatía sobre justicia social, en el Franky se pactaban mordidas como quien elige entre bravas o ensaladilla.

El bar era el punto de encuentro donde el grupo operaba como si fueran brokers de Wall Street, pero sin corbata y con más barriga. Uno pone la cuenta, el bar pone la coartada y Acciona pone el dinero. 

Francisco, Franky para los amigos, emitía facturas ficticias por cenas y comidas de 700 u 800 euros a nombre de la constructora y el dinero terminaba mágicamente en las cuentas de Koldo, que lo repartía con la discreción de un tahúr de provincias.

Del informe de la UCO publicado este jueves no se desprende que Acciona soltase un euro de su propio bolsillo. Para eso estaba el socio navarro en la UTE, Antxon Alonso, una suerte de financiero creativo que, según los investigadores, "mediante la utilización de sus empresas, pudiera haber abonado contraprestaciones a Koldo y a Ábalos"... e incluso a Cerdán. 

El Franky actuaba (en pasado, porque cerró en 2021) como lavadora sin centrifugado: recibía transferencias con un disfraz gastronómico y entregaba billetes con aroma a compadreo. Nadie preguntaba por qué una cena costaba 1.500 euros. Nadie pedía ticket.

La marisquería La Chalana, en Madrid. Rodrigo Mínguez

La Chalana (Madrid)

No tiene placa conmemorativa, pero debería: "Aquí, entre centollos y quesos campillos, se organizó buena parte del escándalo que hoy salpica al PSOE".

La Chalana, marisquería asturiana cerca del Santiago Bernabéu, reunía a lo mejorcito del lobby: un exministro con aire de despacho informal, algún guardia civil con acceso privilegiado y empresarios dispuestos a soltar la pasta justa para que los contratos pasaran el corte.

Era el paraíso donde los mariscos sabían a comisión, los camareros a confidentes y, sobre todo, donde Koldo se movía como pez en el agua.

En el restaurante favorito de Ábalos y su escudero no se hablaba del Real Madrid; se discutía quién saca la licitación y a qué precio.

Y lo hacían tan tranquilos que parecía una charla de amigos, hasta que aparecieron micrófonos disfrazados de mejillón. La carta era lo de menos. Lo importante era que se podía conspirar sin molestar.

Koldo utilizaba la marisquería como punto de encuentro para empachar sus objetivos. Con 900 metros cuadrados y la posibilidad de reservados, este establecimiento se transformó en el epicentro de conversaciones cruciales en la investigación.

Entre ellas, varios encuentros con Ábalos, constructores con ánimo de lucro público y algunas de sus fuentes en la Guardia Civil que les dieron los primeros indicios de que les estaban investigando.

El bar Sotoverde, en Madrid. Rodrigo Mínguez

Soto Verde (Madrid)

Detrás del Ministerio, a un paso del despacho oficial, está el bar Soto Verde, un local con pinta modesta y ambiente de afterwork donde Los cuatro mosqueteros tenían su mensajería express, a veces con Ábalos presente. Ahí, entre cafés y cañas, se desarrollaba un protocolo más preciso que el de una operación militar.

"Llama a K y dile literal: 'Estoy en el verde, traigo una cosa de Nacho para darle, a ver si puede venir'". K, claro, era Koldo García. Si el trato se redactaba en la Chalana, en Soto Verde se afinaban los detalles logísticos: quién lleva la factura, cuándo se envía el recibí y quién retira el billete. 

Ese código verde, ese jeroglífico de bar, no es un juego de niños: para la UCO, saber que K era Koldo marcó un antes y un después. Un hallazgo sorprendente que no sólo confirmó su rol en todo el tinglado, sino que puso negro sobre blanco los pagos que le llegaban con puntualidad: 10.000 euros en metálico, anotados a mano como quien apunta la lista del súper, pero sin ningún IVA que lo ampare.

Que el pago se gestionara en una cafetería anodina que podría pasar por la cantina de cualquier oficina es la esencia de la trama: convertir lo cotidiano en canal para mordidas discretas. Una llamada al Soto Verde, un café y una entrega en mano.

Así de simple, así de efectivo. Porque en el arte del blanqueo la discreción no está en esconder, sino en camuflarse entre el bullicio. 

Restaurante La Tragantía, en Madrid. Rodrigo Mínguez

La Tragantía (Madrid)

Esos grandes platos, ese ambiente clásico, esa ceremonia del "ahora importas". La Tragantía era perfecto para solemnizar. Cenas lentas, discursos suaves, chardonnay de postín: en esta mesa se salvaguardaba el prestigio para que la trama transitara sin ruido público. Aquí se cerraban amaños de licitaciones, convenían complicidades y se pactaba la estrategia.

En este local de Príncipe de Vergara no se hablaba de política, se la digería. Entre cucharadas, brindis y platos de cuchareo, Koldo García había convertido el restaurante en una prolongación del Ministerio, pero sin tornos ni portero de seguridad.

Hasta 3.000 euros mensuales en gastos de representación se cargaron, sin rubor, a la contabilidad del Estado. No eran almuerzos esporádicos, eran capítulos presupuestarios con postre. Facturas regulares que incluían cenas, comidas e invitaciones a contratistas públicos, empresarios privados y algún que otro compañero de filas.

Todo esto ocurría en un reservado decorado con escudos de la Guardia Civil y la UCO. Cosas veredes.

Koldo tenía su propia mesa, siempre reservada, como los viejos notables de casino. Desde ahí gobernaba su pequeño imperio de comensales, con reuniones periódicas que incluían a constructores, proveedores con corbata y al propio Ábalos.

La última factura conocida data de julio de 2021: 2.520 euros, ingresados justo quince días después de la destitución del exministro. Un brindis de despedida, quizás. O una reunión urgente para cuadrar servilletas.

El restaurante Ferraz 39, en Madrid. Rodrigo Mínguez

Ferraz 39 (Madrid)

En la calle de Ferraz 39 no hacían falta reservas: bastaba con ser del partido. Allí despachaba copas y asuntos el número tres del PSOE, Santos Cerdán, con la misma soltura con la que otros revisan correos. Si había que localizarlo con urgencia no se subía al despacho ni se llamaba al móvil: se cruzaba la calle y se preguntaba al camarero.

En esa barra, entre gintónics y confidencias, era habitual verlo con Antxon Alonso cuando el vasco bajaba a Madrid. Nada de despachos, notas oficiales o reuniones formales: el poder socialista también tenía su happy hour.

Fuera de eso, el lugar no tiene más épica que su código postal, pero sí el honor de haber servido —según el relato de Víctor de Aldama ante la Audiencia Nacional— como punto de entrega de fajos en efectivo al mismo Santos Cerdán, y todo esto antes de ser número tres del PSOE y heredero de Ábalos en la Secretaría de Organización. 

Según Aldama, la cosa no se limitó a cafés y cañas. En una de esas reuniones, presenció cómo Koldo le entregaba en mano 15.000 euros a Santos, "como en el caso de Carlos Moreno", jefe de gabinete de María Jesús Montero. Otro cliente satisfecho del bar de enfrente. Todo en confianza, sin cargos oficiales por medio, sin Hacienda al acecho. 

El empresario también apuntó al hoy ministro de Política Territorial, Ángel Víctor Torres. Según su declaración, Torres —vía Koldo— habría pedido 50.000 euros en una de las mesas del fondo. No los cobró, pero el intento bastó para recibir la amenaza: "Vamos a tener problemas". Que los tuvieron, dice. 

Jai Alai (Madrid)

Rematamos la ruta con dosis de exotismo vasco en pleno Madrid. Discreto, fino, idóneo para concluir. El Jai Alai no es un restaurante, es un centro de alto rendimiento para la política de salón.

Situado justo enfrente de la casa oficial de Ábalos, el local ofrecía menú vasco y confidencialidad, ideal para esos encuentros que no salen en el BOE pero sí en los sumarios.

Fue allí, el 10 de junio de 2020, donde se produjo la primera gran reunión entre el "binomio" Ábalos-Koldo y los representantes de Air Europa, con la pandemia aún humeando por las esquinas y el Gobierno entero recomendando evitar aglomeraciones. Qué ironía.

Aquella comida reunió a Ramiro Campos, abogado de la aerolínea; Víctor de Aldama, comisionista de guardia; Ábalos, entonces ministro de Transportes, y Koldo.

El gasto, claro, no lo pagaron ni con tarjeta ni en efectivo: se pasó directamente a cuenta del Ministerio, bajo el noble pretexto de "tratar la adquisición del 100% de Air Europa por parte de Iberia". No consta si pidieron txuletón, pero sí que el Estado acabó pagando más de una digestión.

Apenas veinte días después, el 30 de junio, Koldo anotó otra cita en su agenda: "Air Europa", sin más datos. Nada de comensales, ni lugar, ni motivo. Sólo un nombre flotando entre tachones, como si se tratara de una marca de yogures y no de una aerolínea subvencionada por el rescate público.

A estas alturas, lo curioso no es que se vieran tanto, sino que todavía les sorprendiera que alguien los estuviera mirando.

Porque alguien los miraba. Los registros bancarios de Aldama, por ejemplo, reflejan transacciones en el mismo restaurante Jai Alai, testimonio financiero de esas comidas en las que se mezclaban croquetas, contratos y contactos.

Y todo frente a la ventana de Ábalos, que podía bajar en zapatillas si le apetecía. Política de proximidad, lo llaman algunos. Trama con menú del día, lo llamará el juez.

El mapa de bares de Koldo y compañía no era sólo una ruta del tapeo político: era el sistema operativo de un clientelismo sin complejos, donde lo público se licuaba en sobremesas y los favores se apuntaban en servilletas o agendas con bolígrafo azul.

La mayoría de los locales sigue en pie. Sirven los mismos platos, tienen los mismos camareros y hasta puede que en sus reservados esté alguien planificando la próxima mordida, pero ya nadie pide el menú Koldo.

España es así: cambia el Gobierno, cambian los logotipos, pero el fondo de congelador se mantiene. Y siempre hay una mesa reservada, por si vuelve K.