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En Auschwitz, los médicos seleccionaban quién vivía y quién moría; en Ravensbrück, realizaban experimentos atroces sobre mujeres; en Dachau, medían el tiempo que tardaba un cuerpo en congelarse hasta la muerte. Se trata de ejemplos claros de las barbaridades cometidas por los nazis durante el Holocausto, una época de la historia en la cual la medicina fue pervertida. Pero no todos los médicos obedecieron.

Mientras cientos de doctores alemanes aplicaban inyecciones letales o firmaban certificados de salud falsos para justificar asesinatos, otros, en silencio, decidieron resistir con las únicas armas que tenían: una bata blanca, una camilla y la mentira. 

Uno de ellos fue Giovanni Borromeo, un médico italiano que convirtió un hospital, en el corazón de Roma, en un refugio secreto durante la ocupación nazi. ¿Cómo lo consiguió? No necesitó armas, ni comandos, ni ejércitos, tan solo necesitó algo muy sencillo: se inventó una enfermedad, el Síndrome K.

La redada del gueto

El 16 de octubre de 1943, las tropas alemanas irrumpieron en el gueto judío de Roma y arrancaron de sus casas a más de mil personas. Niños, ancianos y familias enteras fueron empujados con las culatas de las ametralladoras y amontonados en camiones militares. La redada ocurrió a plena luz del día, a escasos metros del Vaticano, mientras Roma era ocupada por la Wehrmacht, tras la caída de Mussolini, y se firmaba el armisticio italiano con los Aliados.

Los nazis, bajo el mando de Herbert Kappler, jefe de la Gestapo en Roma, y el general Albert Kesselring, exigieron 50 kilos de oro a la comunidad judía a cambio de la "seguridad" de sus miembros. Pero a pesar de que el oro fue reunido con ayuda del Vaticano, no sirvió de nada. Todos los deportados fueron enviados a Auschwitz y solo 16 regresarían con vida a sus casas.

Pero algunos lograron escapar durante la redada y cruzaron el puente sobre el Tíber hasta la pequeña isla que alberga, desde hace siglos, el hospital católico Fatebenefratelli. Y allí empezó otra historia. De esperanza.

El hospital 'trinchera'

El hospital Fatebenefratelli, nombre que significa "Haz el bien, hermano", está situado en la isla Tiberina y estaba dirigido por el doctor Giovanni Borromeo, un hombre de ciencia profundamente religioso y con una convicción ética a prueba de balas. A su lado trabajaban Vittorio Sacerdoti, un joven médico judío al que Borromeo había contratado falsificando su identidad para protegerlo, y Adriano Ossicini, un psiquiatra católico vinculado a la resistencia antifascista.

Adriano Ossicini. Wikimedia Commons.

Cuando los fugitivos llamaron a la puerta del hospital, Borromeo entendió el riesgo que asumía al ocultarlos, ya que la isla está conectada a Roma por dos puentes. Si los nazis los descubrían, no habría escapatoria, y era cuestión de tiempo que vinieran a registrar el edificio. Había que actuar. Y rápido.

Una enfermedad inventada

La idea fue tan simple como brillante. Como no podían evitar que los nazis entraran, harían que no quisieran entrar. Para ello, Borromeo y su equipo decidieron inventar una enfermedad contagiosa, peligrosa y misteriosa. La llamaron "Síndrome K", una letra que no era casual, ya que evocaba a Koch, el descubridor de la tuberculosis, pero también era un guiño irónico a Kesselring y Kappler, los jefes nazis en la ciudad. El Síndrome K no existía, pero sonaba mortal.

A los judíos escondidos se les pidió que tosieran violentamente cada vez que se acercara una patrulla y los médicos elaboraron historiales clínicos falsos. El ala del hospital donde se refugiaban fue aislada, etiquetada como zona de riesgo y se colocaron carteles de advertencia.

Cuando los soldados nazis llegaron, Borromeo los recibió con una amabilidad estudiada y les explicó, preocupado, que en esa sala había pacientes con una extraña enfermedad neurológica altamente contagiosa, aún sin cura, que causaba deterioro rápido y la muerte. Las toses desde dentro hicieron el resto. Los alemanes, horrorizados, se alejaron sin inspeccionar más. El engaño había funcionado.

El reto no era convencerlos una vez, sino mantener el teatro durante meses. Para conseguirlo, los médicos del hospital iban actualizando a diario los informes falsos. Registraban síntomas ficticios, administraban tratamientos placebo y preparaban argumentos en caso de una nueva visita, mientras los refugiados colaboraban, fingiendo delirios o crisis respiratorias.

Interior del hospital durante el 'Síndrome K'. E. E.

En una ocasión, incluso un médico nazi fue enviado a investigar. Le mostraron los informes clínicos. Eran tan persuasivos que no pidió entrar en la sala y, confiado en el tecnicismo del papeleo y temeroso del contagio, se marchó convencido.

Aprovechando la inmunidad que parecía tener aquel lugar durante meses, el hospital fue también un centro clandestino de operaciones donde se falsificaban documentos, se organizaban rutas de escape y se escondían también a  partisanos y soldados prófugos.

Cientos de salvados

No existe un número exacto de personas salvadas gracias al Síndrome K, aunque se estima que varias decenas, posiblemente más de un centenar, pasaron por las salas del Fatebenefratelli durante la ocupación: judíos, antifascistas, soldados... Algunos permanecieron allí hasta la liberación de Roma en junio de 1944, mientras que otros fueron ayudados a salir del país, pero todos ellos debían su vida a una mentira piadosa y al coraje de unos médicos.

Giovanni Borromeo nunca buscó el reconocimiento por todo lo que había hecho. Después de la guerra, recibió la Medalla de Plata al Valor Civil en Italia, pero su historia permaneció semioculta durante décadas y murió en 1961 sin conocer el impacto real de su acto de resistencia.

Tanques estadounidenses en Roma el 5 de junio de 1944, día de la liberación de la ciudad. Wikimedia Commons.

En 2004, Yad Vashem, la institución oficial israelí constituida en memoria de las víctimas del Holocausto, lo declaró "Justo entre las Naciones", el máximo reconocimiento que Israel otorga a quienes ayudaron a salvar judíos durante la guerra, y el hospital Fatebenefratelli fue reconocido en 2016 como "Casa de la Vida" por la Fundación Raoul Wallenberg.

Adriano Ossicini llegaría a ser senador y ministro y Vittorio Sacerdoti sobrevivió a la guerra y continuó trabajando como médico en Roma. En entrevistas posteriores recordaba con humor que el Síndrome K era una "enfermedad ficticia tan contagiosa que los nazis ni se atrevieron a preguntar".

Una mentira que curaba

En tiempos en los que la medicina fue aliada del horror, Giovanni Borromeo la usó para proteger la vida, fingiendo un mal inexistente para combatir uno muy real. Su historia es una prueba de que, incluso cuando todo parece perdido, una mentira contada con compasión puede ser más poderosa que cien verdades dichas con odio.

Mientras los médicos de Auschwitz firmaban certificados de muerte, en una pequeña isla del Tíber un médico italiano escribía historiales clínicos falsos para que nadie muriese. En esa paradoja se resume el legado de Borromeo: inventa una enfermedad para curar a una sociedad enferma.