En 1787, el filósofo inglés Jeremy Bentham presentó un nuevo modelo arquitectónico al que llamó Panóptico. Se trataba de una cárcel circular con una torre de vigilancia en el centro desde la que un solo guardia podía observar a todos los prisioneros sin que estos supieran si estaban siendo observados o no.
Era un diseño brillante y profundamente inquietante, porque no castigaba con golpes, sino con la duda. El castigo no era físico, sino mental, y anticipaba un mundo en el que el control ya no se ejercía con cadenas, sino con arquitectura.
Más de un siglo después, en plena Guerra Civil española, un artista francés retomaría esa lógica con una perversión aún mayor. Era pintor, arquitecto y diseñador y fue el autor de algunas de las celdas de tortura más sofisticadas y despiadadas jamás construidas en Europa. Y lo más sorprendente era que no usaba látigos ni cables eléctricos, tan solo formas, colores, inclinaciones, luces, sonidos y ángulos.
Su lienzo fue la celda. Su obra, la desesperación. Se llamaba Alfonso Laurencic.
El artista de la guerra
Laurencic nació en Francia en 1902, aunque su familia era de origen balcánico. Era políglota, culto y muy inteligente. Se movía entre círculos artísticos y profesionales con naturalidad y, en los años 30, se estableció en Barcelona, donde fue captado por el bando republicano al estallar la Guerra Civil. Al principio, como tantos otros, colaboró con obras de propaganda y murales para espacios públicos, pero su perfil técnico llamó la atención de los servicios de seguridad.
Fue entonces cuando recibió un encargo que cambiaría su vida, diseñar cárceles, pero no para albergar delincuentes, sino para quebrar a enemigos ideológicos.
Las checas: laboratorios del terror
El término 'checa' se popularizó durante la Guerra Civil para referirse a centros de detención ilegales, inspirados en la policía secreta soviética. En Barcelona, bajo control anarquista y comunista, proliferaron decenas de ellas, pero las que diseñó Laurencic estaban en otra liga.
En 1938, por encargo del SIM (Servicio de Información Militar), Laurencic construyó al menos tres checas experimentales en la zona alta de Barcelona. No eran simples mazmorras, sino laboratorios psicológicos, obras de ingeniería mental, celdas que combinaban color, forma, luz y sonido para destruir la voluntad del detenido.
Laurencic afirmaba que su modelo se basaba en las investigaciones de Pavlov y en principios de la Gestalt, una corriente de la psicología moderna, surgida en Alemania a principios del siglo XX. Pero la realidad era más sádica que científica.
Arquitectura al servicio del miedo
Las celdas estaban diseñadas con una precisión cruel. Las paredes eran irregulares, inclinadas, pintadas con colores estridentes: rojos, verdes, amarillos... No había horizontes, ni líneas rectas, ni referencia espacial. Además, el suelo tenía cuñas de madera que impedían estar de pie, y había salientes que impedían tumbarse o sentarse con comodidad.
Recreación de una de sus celdas.
Algunos techos eran bajos, otros altos y se jugaba con la acústica para amplificar los sonidos o distorsionar los silencios. En una celda, una bombilla colgaba a 20 centímetros de los ojos del preso y se mantenía encendida 24 horas, mientras que en otra se proyectaban imágenes repetitivas y se emitían ruidos insoportables. No hacían falta golpes ni torturas, porque el entorno ya lo hacía todo.
Tortura sin contacto
El objetivo no era solo castigar, sino destruir psicológicamente al detenido hasta inducir la confesión o el suicidio. Uno de los testimonios más escalofriantes es el de un sacerdote encarcelado que relató cómo tras solo tres días "no distinguía el día de la noche" y sentía que su mente “se deslizaba hacia el delirio”. La idea de Laurencic era que el espacio mismo fuera el torturador y que el arte, deformado, hiciera el trabajo de las porras.
En enero de 1939, con el avance imparable del ejército franquista, Barcelona cayó y, aunque Laurencic intentó huir, fue capturado en Alicante. Al principio se hizo pasar por refugiado político, pero pronto fue identificado por los servicios de inteligencia franquistas quienes, al revisar las instalaciones del SIM, encontraron planos firmados por él y testimonios directos de supervivientes.
Fue encarcelado y sometido a juicio por un tribunal militar y su caso atrajo una atención mediática inusitada. No solo por el horror de sus diseños, sino porque su perfil rompía todos los moldes, ya que no era un verdugo brutal, sino un arquitecto frío.
Juicio y ejecución
Durante el juicio, Laurencic no negó los hechos, se justificó diciendo que había cumplido órdenes y que sus diseños buscaban "fatigar al prisionero, no matarlo", pero los jueces lo acusaron de crímenes de guerra y asesinato.
El proceso fue rápido y fue condenado a muerte y fusilado en el Campo de la Bota, en Barcelona, en julio de 1939. Tenía 37 años.
Su caso se convirtió en símbolo del horror republicano para la propaganda franquista, aunque el régimen jamás aplicó la misma lupa a sus propios crímenes, que también existieron y fueron igualmente numerosos.
El arte del mal
Lo más inquietante del caso Laurencic no es solo lo que hizo, sino cómo lo hizo. Su uso del color, de la forma y del espacio reflejaba un conocimiento profundo de la percepción humana, porque Laurencic no era un loco, sino un profesional con talento. Y su obra demostraba que el arte no siempre salva, también puede ser herramienta de destrucción.
En el siglo XX, la ciencia y el arte fueron utilizados en muchas ocasiones para justificar o ejecutar horrores, desde los experimentos de Josef Mengele en Auschwitz hasta los manuales de tortura de la CIA durante la Guerra Fría.
Himmler (tercero por la derecha) visitando en 1940 una de las checas diseñadas por Laurencic.
Laurencic fue parte de esa corriente, un punto oscuro en la historia del diseño, un arquitecto del dolor que pensó que la psicología era una aliada de la opresión, y que convirtió la geometría en un arma.
La memoria y el silencio
Durante décadas, su historia fue poco conocida. El franquismo la usó como ejemplo de la maldad "roja", pero sin demasiada profundidad, y la Transición la olvidó, como tantas otras cosas incómodas. Hoy, su caso es estudiado por historiadores del arte, psicólogos y defensores de los derechos humanos como ejemplo extremo de manipulación del entorno como forma de tortura.
Las checas de Laurencic fueron destruidas, pero los testimonios persisten, así como las memorias de las víctimas, los planos e incluso las fotografías del juicio.
El caso de Alfonso Laurencic nos recuerda que el horror no siempre llega de la mano de psicópatas salvajes. A veces, viene vestido de racionalidad, de técnica o de innovación. A veces, se cuela entre los pinceles y los planos. A veces, lo cometen hombres ilustrados que aman la música y saben de pintura. Y eso lo hace aún más inquietante, porque significa que la civilización, por sí sola, no nos vacuna contra el mal.
Laurencic fue ejecutado y sus checas demolidas, pero su historia permanece como una advertencia, no solo de lo que pasó, sino de que el arte también puede ser una tortura…
