Gandía

Cuando el reloj está cerca de marcar la una de la madrugada, la playa de Gandía, su paseo marítimo y su turístico Grau, nombre del barrio en el que se cobija el puerto de la ciudad, se van vaciando de gente. Empieza un trajín de prisas y carreras para llegar al apartamento de alquiler antes de que la Policía empiece a poner multas por saltarse el toque de queda. Sin embargo, mientras la mayoría de los coches y bicis aceleran, un grupo de pescadores se acercan a las zonas más oscuras de la playa y el espigón del rompeolas. Y no son precisamente de los que poseen permisos o salvoconductos especiales para poder trabajar.

Gandía es, durante el verano, uno de los centros neurálgicos del turismo costero español. Ubicada en la provincia de Valencia, a solo un par de kilómetros de Alicante, es uno de los estandartes del turismo de sol y playa por su gigantesca playa de arena blanca. La recorre en paralelo desde Xeraco, su ciudad vecina, hasta el espigón, el enorme rompeolas de piedra que cobija sus puertos deportivos y pesqueros.

Aunque apenas roza los setenta mil habitantes durante el invierno, en los meses estivales su población puede llegar a triplicarse. Gandía es una de las ciudades de la Comunidad Valenciana en las que el ejecutivo de Ximo Puig ha impuesto el toque de queda, con el fin de evitar los macrobotellones de jóvenes que se acercan en grandes grupos hasta la ciudad. A pesar de que la medida se ha impuesto con este fin, hay otro grupo de personas al que esta medida no le ha terminado de sentar bien.

Los bares y restaurantes del paseo marítimo son los principales clientes de estos pescadores. IM

Cuando se acerca la una de la madrugada, hora exacta a partir de la cual no se permite estar en la calle, y los turistas y vecinos de Gandía se retiran a sus casas para no llevarse una multa a modo de souvenirs de las vacaciones, un grupo de pescadores salen a trabajar. No es exactamente un trabajo legal, pues es una actividad que no está justificada y para la que no tienen ningún tipo de permiso. Pero, lamentablemente, alguien tiene que desempeñarla.

Cerca del faro del espigón, un pescador recoge sus bártulos. Lleva varias cañas de pescar, un par de redes y un carrito en el que transportar todo el material. Es la una menos diez de la madrugada: solo quedan diez minutos para que entre en vigor el toque de queda.

“Ya es hora de tirar para el apartamento, que no quiero que me multen”. Juan es un pescador getafeño jubilado que veranea en Gandía desde “buah, cuarenta años como mínimo”. Él asegura tener licencia de pesca y hacer lo que hace por hobbie: “Yo creo que es casi imposible ganarse la vida con esto. Al menos, ganársela decentemente. Sé que hay gente que come de lo que pesca… pero no sé. Es difícil de hacer”.

Juan, antes de abandonar definitivamente su puesto de pesca, explica los motivos: “ten en cuenta que la licencia de pesca aquí es cara. Si fueras un pescador de verdad y tuvieras que salir a tirar la caña todos los días, no te saldría rentable venir. Con lo que puedes coger para vender luego, no te sale a cuentas pagar impuestos, pagar la licencia del club y demás”. “Bueno”, se ríe. “Sé que hay gente que, cuando cierra el club y ve que no hay nadie controlando los puestos de pesca, viene a coger algo, pero no sé yo si ganarán mucho. Además, que ahora con el toque de queda lo tienen que tener difícil”.

Estos pescadores suponen una solución para muchos establecimientos que evitan los costes de las lonjas. IM

Juan no anda desencaminado, pues hay un grupo de personas (varios grupos, mejor dicho), que se acercan todas las noches, cuando el toque de queda ya es avanzado y las patrullas de la Policía Municipal no se arriman hasta las rocas del espigón o la orilla de la playa, a intentar pescar algo con lo que poder subsistir.

A las tres de la mañana, cuando ya no queda ni un alma en toda la zona marítima de Gandía, puedes verlos en los puestos de pesca precintados del rompeolas. “Aquí nos podemos matar”, dice uno de los pescadores entre risas, “pero es mejor estar aquí y que no te vean antes que en los puestos buenos y que nos pillen”. “Ah, a mí que me multen”, dice otro de ellos, que está sentado, descansando, en un pequeño saliente de roca. “Duermo en un banco de la plaza de la Rosa de los Vientos. Pocas multas me van a llegar”.

Pescan todo lo que pueden para, en cuanto amanece, vender la captura a los hosteleros de confianza del paseo marítimo. A su vez, estos hosteleros, que suelen pagarles muy poco el kilo – ninguno de los pescadores quiere mojarse y especificar cuánto llegan a cobrar por su trabajo – lo colocan en sus cartas como delicatesen fresca, de proximidad y pescada artesanalmente. Todo un negocio del que las autoridades apenas saben nada. Además, ninguno de los presentes en el espigón a las tres de la mañana, unos quince hombres, quiere delatar a qué restaurante de la playa abastece, o si tiene que salir a pescar con asiduidad porque los mismos locales se lo encargan.

“A ver, pues los de los bares nos compran a nosotros porque es más barato que en las lonjas”, empieza a relatar otro de ellos mientras manipula el anzuelo. “El pescado en las lonjas está muy bien, pero ahí tienen que pagar empleados, local, el seguro y todo eso. Además, que aquí impuestos, los justitos”, ríe también.

Todas las personas que salen a pescar en estas condiciones, no lo hacen para ganarse la vida sacándose un sueldo y unas ventas aseguradas, sino que lo hacen en unas condiciones de absoluta indigencia, con un material paupérrimo y con los ánimos y fuerzas suficientes como para conseguir un par de euros que los ayude a subsistir y comer caliente, aunque sea verano, al día siguiente.

De hecho, ni siquiera se consideran pescadores: “Aquí ninguno sabemos pescar de verdad”, matiza el segundo, quien decía vivir en un banco de la plaza de la Rosa de los Vientos. “Aquí solo venimos a pillar algo. No es algo nuevo desde la Covid. Antes ya lo hacíamos. Pero antes no había toque de queda y solo nos podían echar los del club. Ahora puede hacerlo también la Policía […]. Yo hace mucho que no cotizo. Ni trabajo de verdad ni nada de nada. Voy rascando lo que se me va saliendo por ahí. Antes trabajaba también en la hostelería, pero hace años que ya no. Cuando se puede, si es que se puede, voy con unos que conozco para arriba, a coger naranjas”, dice señalando con la mano las montañas, el interior de la comarca de la Safor.

Los pescadores se la juegan a recibir sanciones por incumplir las restricciones: "Que me multen", dice uno. IM

Aunque las aguas del Mediterráneo, sobre todo en el Golfo de Valencia, donde se encuentra Gandía, pueden parecer poco favorables para la pesca, hubo un accidente el verano pasado que hizo que se multiplicara la cantidad de pescados en la zona.

En abril de 2020, en plena subida de la primera ola de la pandemia, una fuga de una piscifactoría cerca de Castellón, a unos 75 kilómetros de Gandía, provocó que las costas españolas bañadas por el mar Mediterráneo se poblasen de multitud de especímenes de lubinas y doradas, por lo que la pesca, según ellos mismos manifiestan, se ha hecho más sencilla durante estos últimos tiempos.

Aun así, a pesar de la “sencillez” de capturar a estas dos especies, las pescadores clandestinos del faro se pelean por una captura mucho más jugosa, cara, peligrosa y cotizada: el pulpo del Mediterráneo.

Es una subespecie de pulpo un poco más pequeña que la que estamos habituados a ver, y se caracteriza por vivir entre las rocas del mar. El peligro legal de pescar este tipo de animal es importante, pues en agosto está completamente prohibida su captura.

“Si lo coges, te sueltan dinero”, asegura uno de los pescadores, que decide apagar la pequeña linterna que lleva en la cabeza para apartarse del grupo y fumarse un cigarro. “Es un pulpo caro. Fresco, cotiza mucho. Aquí es lo que todo el mundo busca. El problema es que no se suelen ver con facilidad o si se ven son demasiados pequeños”.

Mientras la ciudad duerme, los jóvenes continúan con sus fiestas clandestinas y las últimas luces de la Policía cruzan a poca velocidad el paseo marítimo de Neptuno, el sol va apareciendo sobre la costa gandiense. Justo en ese momento, cuando se empieza a levantar el toque de queda, es cuando estos pescadores abandonan la playa y las rocas para vender a sus contactos la faena de la noche. Además, tienen que irse del espigón antes de que los otros pescadores, los que tienen licencia y se dedican a pescar por diversión, o los propios encargados del club marítimo, los pillen in fraganti. Y luego, a dormir donde puedan. Y luego, a levantarse de nuevo para volver a tirar la caña.

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