Al suegro de Albert Bourla (Tesalónica, Grecia, 1961), CEO de Pfizer, le inyectaron la vacuna contra la Covid a finales de enero en Grecia. “Es el primer miembro de nuestra familia que recibe su primera dosis”, contaba el alto directivo en un tuit. Con foto: el señor Alchanatis remangado junto a la enfermera que prepara la aguja sobre una camilla. No sabemos si al terminar le dijo, como habría hecho Cervantes, "munchas grasyas". Es castellano antiguo, ladino, la lengua de los sefardís, los judíos españoles expulsados en el siglo XV. Alchanatis lo domina perfectamente. Y no es lo único que custodia de sus antepasados, también guarda la llave de hierro que abría la casa de Gerona que la familia tuvo que abandonar tras la expulsión de los Reyes Católicos en 1492.

Albert Bourla se casó con Myriam Alchanatis haciendo así realidad uno de los dos deseos de su padre: que su hijo varón tuviera una mujer judía. Deseo concedido. Una sefardí, como los Bourla. También lo son los Saias, la familia de la madre del ejecutivo. Lo confirmaba el directivo de Pfizer a principios de este año en una conversación en el Jewish Museum de Nueva York en el que contaba la historia de su familia.

El segundo deseo de Mois, el padre de Bourla, también se cumplió. Más que a rajatabla. Quería que Albert fuera científico. El griego, doctor en Biotecnología reproductiva, es hoy el ‘jefazo’ de la vacuna más deseada de Occidente. Incluida Sefarad -que así llaman los judíos a la península ibérica-, la que en 1942 expulsó a sus antepasados siguiendo la estela de lo que estaban haciendo otros países europeos como Francia e Inglaterra.

La madre de Albert Bourla, en un círculo, en una foto de familia (Archivo de Bourla)

Los sefardís que llegaron a la actual Grecia probablemente salieron en barco primero hasta el norte de África, explica a EL ESPAÑOL Esther Bendahan, directora de Cultura del Centro Sefarad-Israel en Madrid. Los Alchanatis terminarían en Larissa. A unos 150 kilómetros, en Tesalónica (Salónica en sefardí) se asentaron los Bourla y los Saias, junto a miles de sefardís expulsados.

Por las callejuelas de esta ciudad costera se escuchaba el español de forma habitual. Las sinagogas lucían nombres de localidades de Castilla y Aragón y llegaron a ser 50.000 sefardís. Y así, Tesalónica acabó convirtiéndose en la metrópoli con mayor predominio judío del Mediterráneo. Tal era su impulso que se planteó la creación de una ciudad-estado. Huyendo del ‘conversión al cristianismo o muerte’, los serfadís habían creado la llamada Jerusalén de los Balcanes

e, los serfadís habían creado la que se llegó a llamar Jerusalén de los Balcanes.

Salónica pasó a la historia como 'La madre de Israel'. Así hablaba de su ciudad natal, en español, el propio Bourla en la charla online con el Museum of Jewish Heritage de Nueva York, un memorial del Holocausto, de la Shoá. Recordaba los orígenes españoles de sus dos familias y la expulsión tras el edicto de los Reyes Católicos. Pero Bourla no creció escuchando historias al detalle de la diáspora española, sino las del Holocausto nazi, que exterminó a la amplia y próspera comunidad judía de su ciudad, incluida la mitad de su familia. Los nazis aniquilaron los barrios, los comercios y el mismo cementerio sefardí sobre el que se levantaría la Universidad de Aristóteles en la que estudió el joven Bourla.

Los sultanes, encantados 

A finales del siglo XV, los sultanes otomanos habían recibido a los sefardís con los brazos abiertos en Tesalónica. Tanto, que se reían de Fernando el Católico porque consideraban que estaba expulsando “riqueza”. Se cuenta que Solimán el Magnífico se maravillaba de que le hubiesen enviado a su imperio una población que sabía de comercio, industria y medicina.

Sara y Mois Bourla, los padres de Albert, durante su luna de miel. (Archivo Albert Bourla)

Ya entrado el siglo XX, los Bourla trabajan con aceros y metales y fabricaban, entre otras cosas, cacerolas y estufas en un taller. Albert los sitúa en una “clase media baja”. Su madre, sin embargo, se movía entre la alta sociedad. Los Saias se dedicaban al pujante negocio textil de la seda. Tenían fábricas en varias ciudades y cuartel general en Salónica.

Su madre, Sara, era la más pequeña de siete hermanos. Sólo había otra chica, pero había sido "expulsada" de la familia antes de la II Guerra Mundial por casarse con un cristiano. Un alto funcionario también de clase alta, pero en la comunidad sefardí pesaba más la religión que la posición de modo que los lazos se habían roto. Precisamente, convertida al catolicismo ocultando sus raíces judías, la tía materna iba a ser clave para la supervivencia de su madre durante el holocausto.



Con estallido de la II Guerra Mundial y la ocupación alemana de Tesalónica, los judíos fueron obligados a abandonar sus casas y se les confiscaron los bienes. Las familias sefardís, incluidos los Bourla y los Saias, confinadas en guetos. Hasta cinco familias compartían casa, recuerda Albert. Podían salir durante el día pero “llevando bien visible la estrella amarilla”. Hasta que en marzo de 1943, “los nazis bloquean el gueto”, explica Bourla, que en ocasiones se emociona casi hasta las lágrimas rememorando lo sucedido.



Porque, cuenta Albert Bourla, prácticamente la mitad de sus dos familias murieron en Auschwitz y la historia de sus padres, que ha relatado detalladamente es la historia de dos supervivientes. Su padre se salvó de la deportación a Polonia que los nazis ‘vendieron’ a los judíos del gueto de Tesalónica como la creación de un nuevo estado judío por casualidad. El día de 1943 que se los llevaron había salido con uno de sus hermanos para cobrar una deuda de la familia. Gracias al dinero de aquel cobro y a algunos contactos, los dos hermanos, Mois e Into, sobrevivieron hasta el final de la ocupación en Atenas ocultándose con nombres cristianos: Manolis y Vasilis.

Bourla habla de los orígenes de su familia

La familia de su madre también se dividió: cuando los alemanes comenzaron las deportaciones en vagones de ganado hasta Polonia, el padre decidió que la pequeña se escondiera para quedarse en Grecia al cuidado de su otra hija, la católica, que en aquel momento no vivía en Tesalónica. Y así, Sara estaba protegida lejos de donde todo el mundo la conocía. Pero, un ascenso laboral del tío cristiano la llevó de nuevo a Tesalónica. Tenía prohibido salir a la calle para evitar delaciones. Pero, “no conoces a mi madre”, explica el directivo de Pfizer, confesando que se escapaba a la calle de tanto en tanto. Y un día sucedió: alguien la entregó y terminó en un campamento militar que hacía las veces de cárcel. Allí sufrió vejaciones y violencia sexual, relata su hijo.

Su madre, en el paredón 

Cada mediodía salía un camión cargado de prisioneros que serían ejecutados a día siguiente. Sara Saias no sólo subió a aquel camión, sino que llegó a estar incluso en el paredón de fusilamiento. La intercesión del tío, que pagó un soborno al jefe nazi arriesgando su propia posición –“fue muy valiente”, asegura su sobrino- la salvó in extremis. La mañana que la iban a fusilar, una moto BMW, cuenta Bourla, interrumpió a los soldados. Mostraron unos papeles que la salvaron a ella y a otra mujer.

Años después se reencontrarían en un supermercado y todo fueron abrazos y lágrimas, recuerda su hijo. Aquel día, mientras subían de vuelta al camión, Sara escuchó los disparos del fusilamiento de sus compañeros de pelotón. Un sonido que, según Bourla, la acompañaría “toda la vida”. Varios días después la soltaron y semanas más tarde, los alemanes, derrotados, huyeron de la ciudad.

Dejaron una Tesalónica en ruinas. Relatos de la época contaban que las calles judías estaban llenas de algodón blanco, porque los nazis y los nuevos propietarios habían rajado los colchones buscando dinero. Antes de la II Guerra Mundial Tesalónica contaba unos 50.000 sefardís. Sobrevivieron unos 2.000. Entre ellos, los dos hermanos Bourla y algunos Saias. De los cinco hermanos de su madre que habían sido deportados a Auschwitz volvieron tres: de forma escalonada y pensado siempre que eran los únicos supervivientes de la familia.

Se había perdido casi todo. Lo material: las casas, los negocios, las sinagogas. Y lo inmaterial: el 95% de los serfadís de Tesalónica murieron en Auschwitz y en las llamadas Marchas de la muerte, los intentos desesperados de los nazis de llevarse a los prisioneros a Alemania. Con sus muertes se perdieron también sus memorias. El propio Albert explica que no conoce a muchos de sus antepasados.

El Museo judío de Tesalónica trabaja en la recuperación de la historia, los archivos y la documentación. Y el mismo Instituto Cervantes de Atenas acaba de firmar -en julio de 2020- un convenio para instalar una extensión en Tesalónica que ayude a ello, fomentando el aprendizaje del español entre la comunidad serfardí. Explica su directora, Cristina Conde, que esto permitirá estudiar y descrifrar mucho material de los archivos locales. Se guarda, por ejemplo, prensa en castellano antiguo, en judeo español, cuando la tradición del idioma desapareció tras el Holocausto.

Sefardís en Salónica (Centro del Holocausto griego).

Antes de la ocupación nazi, en 1917, Tesalónica había sufrido un incendio de tales dimensiones que muchos judíos habían partido al nuevo estado de Israel. Era una opción para los supervivientes en 1945. También América. Cuenta Bourla que su padre le enseñó un pasaporte con el visado para ir a EEUU. No llegó a utilizarlo porque prefirió quedarse con su hermano. Juntos sacaron adelante una tienda de licores cerca del puerto, en la que el hoy directivo de Pfizer trabajaría de joven.

Pero, además, la decisión de quedarse de los supervivientes en aquella ciudad fantasma uniría a Mois y Sara. Fue un matrimonio concertado ocho años después del fin de la Guerra, con una luna de miel por el Bósforo y dos hijos: Albert y Sally. Crecieron escuchando lo de “no habléis demasiado”, pero sus padres nunca les ocultaron el exterminio judío, la segunda gran tragedia de sus familias tras la expulsión de Sefarad.

Miles de sefardíes han pedido la nacionalidad española durante el proceso abierto por el Gobierno español de 2015 a 2019. Entre ellos, se encuentran decenas de Bourlas: el apellido se encuentra también en Holanda, en Israel… Señala la directora del Cervantes ateniense “que los sefardíes se consideran españoles”. El Instituto considera al ladino como una “variedad del español”. Minoritaria, recuerda, “pero muy interesante”.

David Saltiel es el presidente de la comunidad judía de Salónica. En perfecto español, explicaba en una entrevista en la radio el alcance del proceso de nacionalización. Es, dice, “como el símbolo de la llave” -la que como el suegro de Bourla custodian, generación tras generación, los expulsados-. “No creo que todos los sefardís vengan a España, pero esto es como devolverles las puertas de sus casas”. La comunidad sefardí considera que la nacionalidad, a la que se han acogido 150.000 judíos de 60 países, es “la verdadera derogación del Edicto de expulsión” que los desterró de su país.

‘Activista’ contra el racismo

Bourla, muy serio en el trabajo, nos dicen quienes le conocen, es un activista no sólo contra el virus del Covid. También contra el del racismo. En LinkedIn ha colgado un documento a favor de la diversidad y la convivencia tras la sentencia por el asesinato de George Floyd en EEUU. El sefardí vive fuera de Grecia desde los 34 años. Lo ha hecho en cinco países y se cuenta que cuando aceptó ser el mandamás de Pfizer dijo que sí, pero que lo sería desde EEUU. ¿Por qué? “Puedes mudarte a Francia, pero nunca serás francés. En América es diferente”, contesta.

Albert Bourla, CEO de Pfizer.

Este judío de Grecia, con raíces españolas y hoy inmigrante en EEUU, consideró que, por las tensiones raciales que vive EEUU, éste era el momento de contar la historia de su familia. De la expulsión de España al Holocausto nazi. Asegura que ese pasado ha marcado “su forma de vivir y de ver la vida”. Y concluye, con esa frase que suele acompañar a Auschwitz-Birkenau, aunque no esté claro quien la acuñó primero: “Hay que recordar para que la historia no se repita”.

Dice no guardar rencor: “Tampoco me hablaron nunca de venganza, ni de odio”. Las historias en casa, señala, “siempre terminaban en una celebración, con un estamos vivos, podemos disfrutar y la vida es maravillosa”. Casi como ese "muchas gracias" por la vacuna que su suegro dio probablemente en castellano antiguo. El que hablaban los antepasados del hombre que en 2020 dio la orden de trabajar duro para encontrar una vacuna cuya efectividad se cifra hoy en un 95% y a los que Isabel y Fernando -tanto monta, monta tanto- pusieron de patitas en la calle.

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