Decenas de focos iluminan una mesa en el centro del escenario. Un nutrido público se congrega en el plató del Estudio 1 de TVE, en Prado del Rey (Madrid). Todos aguardan expectantes a que empiece el show. El momento más esperado de la semana. Es domingo por la noche y emiten, en riguroso directo, Estudio Abierto. El programa estrella de la parrilla, desde que iniciase sus emisiones el 29 de marzo de 1970. El regidor da la orden y la cámara principal enfoca al presentador. Ahí, un elegante señor con poblado bigote anuncia:

“Desde los Estudios 1 de Prado del Rey les habla… José María Íñigo”.

El público estalla en aplausos. El formato es rompedor para la España tardofranquista. El programa discurre por varias sendas; hay repaso a la actualidad, actuaciones musicales y entrevistas con gente rarísima en una sección llamada ad hoc “Mundo Curioso”. Un tipo que estuvo en la luna. Otro que dobla cucharillas con la mente. 120 minutos de show, de calor, de movimiento, de música retumbando, de aplausos… de vibraciones. Los camarógrafos advierten de un extraño fenómeno al que no saben darle una explicación plausible: “Mira, otra vez está pasando. Las cámaras tienen… como caspa por encima”.

Lo avisaban los operadores de cámara y lo confirmaban los electricistas y decoradores del plató. Un misterioso polvo caía a menudo desde el techo y las paredes. Su origen era desconocido y sus consecuencias, impensables en aquel momento. Se suponía que aquel gigantesco estudio, un mamotreto de 1.200 metros cuadrados que fue demolido hace un par de años, estaba bien protegido. Convenientemente aislado.

Íñigo entrevista a Alain Delon

Tan aislado no estará, porque desde aquí se escuchan los aviones pasar, comentaban algunos trabajadores de la casa. De ahí procedía la caspa. El polvillo. Del aislamiento que recubría el edificio. Los techos, las paredes, todo. Pero en 1970, que fue cuando arrancó el programa, nadie sabía que aquello era amianto y les podía hacer enfermar gravemente.

Trabajar hasta el final

El 5 de mayo de 2018, casi 50 años después de que aquel programa empezase a rodar, la esposa de José María Íñigo (Pilar Piniella) se despierta junto a su marido. La noche anterior, como tenían por costumbre, ambos se habían ido a la cama después de ver la tele un rato. Juntos se acuestan y juntos amanecen, pero ella enseguida nota que algo va mal. El mítico presentador no se despierta. “Jose, Jose, Jose”, le repite con angustia.

Los gritos despiertan a su hija Piluca, que vive con ellos. Aún somnolienta, desde su habitación escucha a su madre reclamar a su padre. La joven cree en un primer momento que el problema viene de fuera: tienen a un familiar ingresado grave y ella entiende que les han llamado desde el hospital para darles una mala noticia.

Pero la mala noticia no estaba en ningún hospital, sino en la misma cama de matrimonio. José María Íñigo Gómez (Bilbao, 1942) había fallecido mientras dormía. Piluca se abraza llorando desconsolada al cuerpo de su padre. “No me hagas esto, no...”, repite impotente. Nadie en su entorno se imaginaba que iba a ser ese día. No se encontraba débil, no había dado síntomas de apagarse. No se quejaba, aunque eso tampoco era noticia en su casa, porque nunca lo hizo. De hecho, seguía acudiendo puntual a sus compromisos laborales. Participaba en un espacio de gastronomía, su gran pasión junto a la música. También en el programa de radio de Pepa Fernández, la locutora que anunció la luctuosa noticia para toda España desde RNE.

El presentador, junto a su hija Piluca, también periodista

Nadie esperaba que aquel sábado por la mañana, José María Íñigo no despertase más. Como si fuese una especie de premonición, durante esa semana se había despedido convenientemente de sus mejores amigos. A su hija le dijo adiós con un beso la noche anterior. Ella se iba a clase de baile y él le dio una orden muy clara: “Disfruta”. Después se metió en la cama y el resto es historia. Una muerte dulce, sin agonía final. Se fue como vivió: “Sin hacer dramas por nada”, le explica ahora Piluca en exclusiva a EL ESPAÑOL.

Mesotelioma

José María Íñigo llevaba cerca de 3 años en tratamiento oncológico. Padecía un extraño cáncer llamado mesotelioma pleural. Una dolencia rara que en la literatura médica está habitualmente vinculada a la exposición al amianto. A aquella caspa aparentemente inofensiva que llenaba cámaras, decorados, mesas, suelo y la misma piel de los trabajadores de Televisión Española. Aquel polvo asesino que se llevó por delante al presentador estrella de los 70 y acabó afectando a otros trabajadores de la casa. O, al menos, eso es lo que quiere demostrar su familia ahora. Que fue el amianto el que le inoculó “el bicho”, como él llamaba a su tumor en la pleura.

Porque Íñigo siempre estuvo allí. Él ideó Estudio Abierto; aquel programa que hizo flipar a los españoles con un tipo que doblaba cucharillas con la mente. Un formato importado de los late shows de Estados Unidos y que en España se estiró como un chicle muy rentable: El primero fue Estudio Abierto, pero a él le siguieron Directísimo, Fantástico o Esta noche fiesta. Son los títulos de los programa secuela que le sucedieron a aquel espacio pionero.

Y, como decíamos, Íñigo siempre estuvo allí. Desde 1970 hasta 1985 y después en otros periodos continuados. Los estudios centrales de Prado del Rey fueron su hogar durante la mitad de su vida laboral. Pasaba allí más tiempo que en su casa. Aquel niño que empezó de almohadillero en el estadio de San Mamés, se había convertido con el tiempo en el presentador estrella de la televisión española.

Íñigo, durante su estancia en Londres, posa junto al cartel de Abbey Road

Él era la imagen y el carisma. Lo mismo entrevistaba en español que en inglés. Aquel hombre que hizo de su poblado mostacho su seña de identidad se había adelantado a los tiempos de internet: “Era habitual verlo consultar revistas extranjeras. Cuando encontraba un caso o una historia potente, era directo: “Quiero traer a esta persona para entrevistarla”, decía. Y se encargaba él mismo de todo”, recuerda ahora su hija Piluca.

Y como siempre estuvo allí, fue tal vez la persona que más tiempo estuvo expuesta al amianto. A esa sustancia que con el tiempo se descubrió que era altamente cancerígena. Junto a él, un par de trabajadores de la cadena pública de la época también resultaron afectados. Ambos han obtenido ya el reconocimiento de enfermedad laboral. Íñigo no sobrevivió para verlo.

45 días cotizados

No lo vio pero empezó su cruzada para, al menos, demostrarlo. A José María Íñigo le diagnosticaron mesotelioma pleural en 2015. Ahí empezó una batalla legal para demostrar que esta dolencia venía provocado por el amianto al que había estado expuesto durante su dilatada carrera en Televisión Española. Por aquel entonces, el ente público ya conocía la situación y había iniciado el proceso de 'desamiantización' de sus instalaciones. Un proyecto que se demoró mucho más de lo esperado, que terminó por costar más de 30 millones de euros a las arcas públicas y que acabó con el derribo de varios de aquellos estudios.

Íñigo lo puso en manos del gabinete Opamianto Abogados, especializados en este tipo de causas. Ellos también llevan otros casos de trabajadores de la casa que sufrieron consecuencias similares: dos testigos den el juicio de Íñigo que ya han obtenido el reconocimiento de enfermedad profesional.

El presentador llevó el caso a los tribunales y el caso ya está visto para sentencia. Se ha celebrado esta semana y su abogada, Andrea Peiró, apunta a EL ESPAÑOL que “no sabemos con certeza cuánta gente resultó afectada por este motivo. Que tengan ya el reconocimiento de enfermedad laboral, son dos los trabajadores. Que hayan padecido esta misma dolencia no lo sabemos. Primero porque es un tumor raro, por lo que muchos se habrán escapado por eso. Otros ya han fallecido. Quizás murieron por esa causa, pero como aún no se sabía, igual murieron sin que se le pudiera poner el apellido a su enfermedad”.

El presentador, durante su etapa como domador en el circo

Durante la vista también han salido a la luz otras cuestiones turbias. Como el hecho de que el presentador, con más de 20 años en la casa, solamente tenía reconocidos 45 días cotizados para el canal público. “Algo que es incomprensible y que es fácil de desmontar, puesto que existen los archivos de TVE en los que se demuestra la relación laboral que tuvo José María con la cadena durante tantos años. Es algo que tendrá que explicar Televisión Española”.

Los últimos días

A José María Íñigo le diagnosticaron la fatal dolencia en 2015. ¿Cómo se lo tomó? “Tal y como era él: sin dramas. Le contaron lo que tenía y lo que contestó es “Bueno, tengo esto. ¿Qué hay que hacer y dónde tengo que ir?”. Era una persona muy práctica, muy pragmática”, recuerda ahora su hija Piluca, que también es periodista por la pasión que le inoculó su padre.

Hasta entonces, Íñigo se había reinventado constantemente. Durante su vida hizo de todo. Nacido en el seno de una familia obrera, empezó a trabajar como almohadillero en San Mamés. Arrancó en el mundo de la comunicación con 20 años y tocó casi todos los palos. Probó en la radio, donde alguien le dijo que su voz no valía para aquello. Precisamente fue esa provocación la que le espoleó. Acabó siendo una de las voces más reconocidas del país. “Fíjate que Carlos Latre, que imita todas las voces del mundo, a mi padre nunca lo pudo imitar porque era único”, apunta Piluca.

Entró en la tele en 1968, en un programa de tendencias musicales. En el 70 empezó como presentador de variedades y ya no se bajó de ese medio hasta mediados de los 80. Camaleónico, supo pasar de la camisa abierta con chorreras al traje y la corbata. En los 90 salió temporalmente del circuito televisivo para volver a mitad de la década a las privadas. Se afeitó la cabeza en 2006 solamente por cambiar de look, y de esa guisa se fue a participar en Supervivientes, un programa de Telecinco que se rodaba en un remoto lugar de la República Dominicana. Allí acabó en silla de ruedas por la rotura de un hueso del pie.

A partir de 2011 se encargó de cubrir cada año el festival de Eurovisión. “Le extrañaba que allí hasta los hombres le dieran besos para saludarle. Pero él jamás negó un beso. Así nos saludábamos y nos despedíamos siempre en casa, porque él decía que lo primero que había que hacer al llegar era darse un beso”, resume ahora su hija.

“No le daba miedo nada. Piensa que mi padre llegó a ser domador de elefantes”, recuerda ahora su hija Piluca. Una aventura que arrancó por casualidad, con una colaboración benéfica para Unicef con Ángel Cristo. Acabó en mitad de una pista de circo, con un látigo en la mano y adiestrando elefantas. Trabajó también de forma puntual en la BBC, abrió su propia revista de turismo, escribió una veintena de libros y mantuvo ese elevado ritmo de producción hasta el final.

La enfermedad en silencio

¿Y la enfermedad? “La llevó en silencio. La gente no sabía que mi padre tenía cáncer, no hizo negocio de eso, ni quiso dar lástima, ni se fue paseando por los platós. Sin ruidos. Iba a hacer las sesiones de quimioterapia y siempre iba acompañado de algún miembro de la familia. Yo fui muchas veces, pero la que le acompañaba más a menudo era mi madre. Se lo tomaban como un motivo para salir. Iban al tratamiento, pero luego siempre se pasaban a comerse un chocolate con churros”.

Su familia posa junto al cartel del parque nombrado en su memoria

Durante esos tres años no informó a casi nadie de su dolencia. Estuvo trabajando hasta el final. TVE prescindió de él, sin previo aviso, para el Festival de Eurovisión de 2018. Para aquel entonces, la enfermedad estaba muy avanzada, pero él seguía trabajando. Participaba de forma habitual en el programa Hora Punta de Javier Cárdenas, que se emitía en TVE su casa de toda la vida. También aparecía en Aquí la tierra, otro espacio del ente público en el que hablaba de gastronomía. Y colaboró en RNE hasta el final, con su querida Pepa Fernández en el programa No es un día cualquiera.

De hecho, fue la presentadora la que hizo pública la noticia. El día de antes de su fallecimiento, llamó a Pepa para excusare porque no podía asistir a Tarragona, que era el lugar en el que se realizaba ese programa. “Serán capaces de oír cómo está mi corazón ahora mismo. Soy una persona en shock. (…) Hace sólo unos minutos hemos sabido que mi amigo, mi compañero, mi cómplice, mi maestro, José María Íñigo, ha fallecido. Él estaba luchando, pero ayer por la noche hablamos. Me dio muchos besos para los compañeros y me dijo “Qué pena no estar con vosotros en Tarragona”, arrancaba Pepa Fernández entre lágrimas y con la voz quebrada. “José María, quiero que sepas que aquí siempre estaremos, como decía nuestra canción, todos juntos”, concluía. Dejaba de hablar Pepa y arrancaba Happy Together, de The Turtles, una de las canciones fetiche del presentador.

Eleanor Rigby

En su funeral sonó su canción favorita. Eleanor Rigby, de The Beatles, porque así lo eligió su familia. Su hija Piluca le despidió con una emotiva carta en la que recordaba que su familia le intentaba tranquilizar en vida cuando empezó a notarse enfermo. Le decían “seguro que no es nada”. A medida que Íñigo iba enfermando, les respondía con ironía: “Con que no era nada, eh”. Y finalmente, aquello que no iba a ser nada, se lo acabó llevando.

Después de aquello, reconocimientos, galardones y homenajes. A él, que ganó 5 TP de Oro al mejor presentador de España, que se hizo con un premio Ondas y la Antena de Oro por su trayectoria, le pusieron un parque con su nombre en el norte de Madrid. Obtuvo a título póstumo la Encomienda de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, Pero todavía faltan cosas por resolver.

Una de ellas es la creación de unos premios a la comunicación con su nombre. Pero la más importante, la más inmediata, es el reconocimiento judicial de que rara enfermedad fue causada por aquella caspa que caía del cielo en aquel plató que fue su casa. Aquel lugar en el que presentó, en la segunda cadena de TVE, el momento televisivo más visto de la historia de España: la entrevista con Uri Geller, el tipo que doblaba cucharillas con la mente.

Nadie imaginaba que, en aquellos momentos, estaba expuesto a un material que, según su abogada, fue el que acabó con su vida. Sabía que algo pasaba, que desde aquel estudio bien aislado él escuchaba los aviones volar afuera. Pero, como cantaría Freddy Mercury años después, “Show must go on”. El espectáculo debe continuar. No fue el único damnificado de aquel despropósito, pero sí el más conocido y el que nunca abandonó esa batalla legal. Ahora son sus cuatro hijos los que acaban el proceso. Un juicio que esta visto para sentencia y que en los próximos días determinará si fue aquella caspa la que acabó con el bigote más popular de la televisión española.

Noticias relacionadas