Pepe Barahona Fernando Ruso

MacGyver es una persona desgraciada, en el sentido literal de la palabra y aplicando varias de sus acepciones. Cuenta que ha sido feliz, aunque a ratos, y que cuando más felices se las prometía la vida le descerrajaba una hostia con la que tambaleaban sus canijas y huesudas piernas. Uno de esos reveses a punto estuvo de costarle la vida. Fue dos años después de casarse, y en las 48 horas posteriores al día de los enamorados de 1991. Celebró, como de costumbre, el 14 de febrero con su mujer. Ambos almorzaron y pasearon por un pueblo de Córdoba que ya ni recuerda. Volvieron a casa y “como una pareja normal” hicieron cuanto fue necesario para celebrar su amor. Al día siguiente se fue a trabajar de bombero forestal. Cuando regresó, encontró sobre la mesa una nota de despedida. Ella se había ido para no volver.

Tal fue la depresión en la que de golpe y porrazo se encontró sumido que ni siquiera sus compañeros del cuerpo de bomberos lo dejaban levantarse solo de madrugada. El capataz de la cuadrilla le quitó la motosierra, en vista del peligro que corría para sí mismo. “Querían evitar que hiciera una tontería, porque ninguno daba una peseta por mí”, recuerda MacGyver, el sobrenombre que más define a este tipo menudo y seco.

Pero la idea del suicidio, regada por el desamor, ya había enraizado en su cabeza. Así que un día, cuando la guardia de sus compañeros estaba baja, cogió su Cuatro Latas y se adentró por un camino de la sierra de Córdoba. Aparcó en un cortafuegos y siguió andando. Solo llevaba un bloc de notas, un bolígrafo, un mechero y una navaja con la que pretendía cortarse las venas.

Deambulando por el monte, se topó con un cerro desde el que se divisaba el valle de los Pedroches. Ese sería un buen lugar para morir. O “acabar con el sufrimiento”, como él prefiere decir. Pero algo no le cuadraba en aquella atmósfera. Había algo que no encajaba. Era algo dispuesto por el hombre en mitad de esa nada poblada de densos matorrales. Así que se puso a indagar. Al poco encontró casquillos de bala y lo que parecían ser unas trincheras de la guerra. Después encontró búnkeres y nidos de ametralladoras. Y siguió buscando y buscando. Tanto, que se le echó la noche encima.

Había llovido y regresó al coche, puso la calefacción y se quedó dormido. Cuando amaneció, siguió buscando y anotando lo encontrado en el bloc de notas que había llevado para dejar una carta de despedida. Todavía hoy guarda ese dibujo. Cuando se cansó, ya agotado por el hambre, se plantó ante una disyuntiva: o se iba a comer o se quitaba la vida. Y MacGyver eligió irse a comer.

MacGyver recoge e inspecciona una pieza de hierro en el monte. Fernando Ruso

“Esta afición me salvó la vida”, asegura rotundo. “Y si la pierdo, me pego un tiro”.

No asoma el sol en los cerros del puerto de Calatraveño, en plena Sierra Morena, cuando MacGyver, o Buscahierros —otro de los apodos por el que conocen en la zona al menudo protagonista de esta historia—, comienza a oír el pitido aleatorio de su detector de metales. Es una máquina desvencijada por el paso de los años, prohibida para los cazatesoros y obsoleta de todas todas, pero que cumple con el propósito que este embozado explorador le encomienda: revelar los despojos de la Guerra Civil entre la hojarasca acumulada en décadas. MacGyver es cazador de tesoros bélicos, y oculta su identidad por miedo a que le quiten una afición, en el límite de lo legal, que lo salvó de las garras del suicidio.

Coleccionista de munición

Recuerda MacGyver que la primera vez que empuñó un cetme, el fusil de asalto por antonomasia del Ejército Español, por poco no pierde la cara. Estaba acostumbrado a disparar con escopetas de cartucho, y no se esperó el retroceso. “Me agaché cuanto pude cuando lo vi venir y me golpeó en la cabeza. Si me llega a dar en la cara, con una ráfaga, me la destroza”, bromea Buscahierros, un hombre soltero, bombero forestal y vecino de Villaharta de 55 años de edad.

Desde entonces le gustan las armas. Eso sí, MacGyver puntualiza que su afición es coleccionar objetos que encuentra o intercambia de la Guerra Civil. Principalmente munición, aunque también recoge objetos personales y demás despojos sin valor de la contienda. Y muestra con orgullo su carnet de la Asociación Española de Coleccionistas de Cartuchería, integrada —según cuenta— principalmente por ex militares y ex policías.

El inventario: (1, 2 y 11) cantimploras, (3) caja metálica porta munción, (4) tapa metálica con sello de plomo, (5) rectos de la cabeza de un mortero, (6) pequeña botella, (7) cabezas de bombas desactivadas, (8) granada francesa vaciada, (9) cuerpo de granada de mortero de 60 mm explotada, (10) desconocido, (12, 13 y 14) porta herraduras de caballerías, (15) cartucheras del Mauser, (16) rectos de una granada de mortero, (17) casco de Mod.1917 en restauración, (18) peines, eslabones y cargadores, (19, 20 y 21) casquillos de varios calibres y países.

MacGyver no sabe por qué se llama MacGyver. No tiene parecido físico alguno con el actor Richard Dean Anderson, que da vida en la ficción televisiva a un hombre resuelto, ingenioso y dichoso en conocimientos técnicos que causo furor en la década de los 90. Además de Buscahierros también hay quien lo conoce por Canijo o por Artificiero, por las historias de bombas que asegura haberse encontrado por el monte.

“Las encontraba sin explotar —relata—, las cogía y las llevaba a casa de mis padres. Tenía un cuartillo aparte y ahí las guardaba. Las llevaba en el coche y ahora sé que fui un inconsciente porque solo con el traqueteo podían explotar. Hablé con un socio de Alicante que me enseñó su mano derecha. Solo le quedaban dos dedos. Un multiplicador de granada le estalló en la mano y perdió los tres restantes. Él me convenció de que era muy peligroso andar con bombas, así que las cargué en mi coche, las dejé en una cueva y sellé la entrada. Ahí deben seguir. Desde entonces veo los toros desde la barrera. Las encuentro, las desentierro, veo que tengan la espoleta y las vuelvo a enterrar. Les pongo encima todos los peñascos grandes que pueda y me olvido de ellas. He estado muchos años dando parte a la Guardia Civil y pasan de mí. Total, deben pensar que para un esparraguero descarriado que pase no merecerá la pena ir a por ellas”.

No en pocas ocasiones, un intrascendente incendio de monte en esa zona de trincheras se ha complicado por las explosiones de las bombas que estallan por el calor. “He visto hasta balas salir disparadas, y si eso te pilla… te apaña”, cuenta este bombero forestal. “Una vez fueron tantas las balas que había sin explotar que tuvimos que refugiarnos detrás de las ruedas del camión. Salimos corriendo y a mí me dio tiempo de ponerme detrás del tronco de una encina. Después sentí líquido en los zapatos, una bala había perforado la bombona que llevaba a la espalda”, detalla Buscahierros.

“Sé que mi afición es peligrosa, que cualquier día me pilla una bomba y acabo siendo pasto para los bichos”, asegura MacGyver. “Porque para mí una bomba es preciosa, pero hace mucho daño. Una bala es algo vivo porque ha servido a una persona para conocer sus miedos o para descubrir el amor por su familia. La tocas y sientes lo que esa persona sufrió”, detalla el coleccionista.

Una decena de balas, halladas por 'Buscahierros'. Fernando Ruso

Balas y granadas de mano

Su muestrario suma cientos de casquillos, otra munición intacta. Balas con la punta del revés, prohibidas en el frente, que usaban los soldados para ensañarse con el enemigo. También tiene cantimploras, navajas, granadas de mano, cinchas, peines, tinteros, mecheros, monedas, cascos… y tirachinas y costillas para atrapar pajarillos. “Más trampas que balas. Qué hambre pasarían los pobrecillos”, apostilla. Una vez se encontró un revolver. “Pero eso es diferente. Ahí hay cárcel. Es ilegal. Conocí a un coronel cuando hacía la mili, contacté con él y se lo vendí por 30.000 pesetas”, recuerda Buscahierros.

“Tengo balas del famoso 8mm Mauser, una munición alemana. Porque Alemania vendió esa munición a ambos bandos. Oficialmente a los nacionales, pero con un segundo marcaje a los republicanos. Dinero es dinero. También he encontrado rusas, checoslovacas, japonesas, que son muy raras en el sur, de Honduras, americanas, francesas, italianas o portuguesas”, enumera el coleccionista.

“Lo que no encontraré jamás será los restos de la munición prohibida que usaron los alemanes contra Pozoblanco”, sostiene MacGyver. “Combatientes me contaron que cuando llegaban los alemanes les decían a los españoles que se fueran a la cantina y que al llegar no había ningún casquillo en el suelo. Lo recogían todo para no dejar ni huella. Para ellos, con Hitler en el poder, España fue un campo de maniobras antes de meterse en la Segunda Guerra Mundial. Usaron balas blindadas, balas explosivas, bombas de napalm o incendiarias. Y no pasó nada. Hicieron la vista gorda”.

En el valle de Los Pedroches hay una profunda huella de la Guerra Civil. La zona incluía dos puntos estratégicos para el bando franquista: Peñarroya, un municipio industrial con capacidad de producción, y Almadén y sus minas de cinabrio, del que se extrae el mercurio. Para acceder a este segundo objetivo, los nacionales debían flanquear la resistencia que el bando republicano había organizado en Pozoblanco, que dio nombre a una de las batallas más importantes del sur de España.

McGyver usa varias herramientas, algunas absoletas, para buscar bajo el monte las piezas de artillería que colecciona. Fernando Ruso

Un frente estable 

El inicio del asedio a Pozoblanco empieza en marzo de 1936 y acaba apenas un mes después. El ataque de los franquistas es repelido por los republicanos, apostados en las primeras casas que cercan el pueblo. Ahí se inicia una contraofensiva republicana que sirve para establecer unas líneas de frente claras. Por la zona de la sierra se localizan en la Loma de Buenavista, la Chimorra, el Calatraveño, Cámaras Altas y se combatirá en torno a Peñarroya, objetivo republicano.

A comienzos de 1939 se desencadena la ofensiva republicana contra Peñarroya. Esta ofensiva, a pesar de la enorme cantidad de medios materiales y humanos empleados, así como su éxito inicial concluyó un mes después sin que se hubiera conseguido ningún cambio significativo. “Se estima que combatieron más de 150.000 personas”, asegura el historiador local Manuel Vacas, que el año pasado publicó el libro Rutas de la Guerra Civil en Los Pedroches.

“Cuentan que en pueblos como Alcaracejos o Villanueva del Duque se llegó a combatir hasta dentro de las propias casas. Fue muy cruento. No tuvo mucha publicidad porque coincidió en el tiempo con la batalla de Guadalajara, más interesante para la propaganda por su cercanía con Madrid”, explica el historiador.

Según sus conocimientos, es difícil cuantificar el número de víctimas de uno y otro lado. “Los números no son fiables porque no se podían contar, se enterraban allí mismo y cada bando exageraba las cifras en los partes de guerra”, asegura Vacas.

Algunas de las piezas de hierro del coleccionista McGyver. Fernando Ruso

“Sí hay muchos restos porque el frente se estabilizó —detalla el historiador—, se excavaron trincheras y con el tiempo acabaron haciéndose obras de arquitectura defensiva de hormigón. En la actualidad hay dos refugios bien conservados en El Viso y Villanueva de Córdoba, pero hubo muchos más, que cayeron por los fuertes bombardeos de 1938. De hecho, cuando se construye por estos pueblos es habitual encontrar bombas y tener que venir los artificieros a llevárselas”.

“Un lugar sagrado”

Algunos pueblos quedaron muy mermados. Una fortuna para MacGyver, que saca a pasear a su detector de metales siempre que puede. “Intento evitar el verano, porque hace mucho calor y porque hay muchas viborillas. Si te muerde una hembra, lo suyo es rajar y que salga el veneno; si es un macho, reza, porque ni al helicóptero le da tiempo de llegar”, comenta Buscahierros a EL ESPAÑOL.

MacGyver es ceremonioso. No se santigua al entrar en zona de batalla porque no cree en la Iglesia. Él solo cree en “la Señora, la muerte”. “Es la única que he visto de cerca”, explica. “Pero, aunque no crea, para mí un campo de batalla es un lugar sagrado. Más que un cementerio. Ahí está la sangre, el sudor, las lágrimas y los huesos de todos los que estuvieron allí. Se entra con respeto y se actúa con respeto”.

El detector de metales pita con insistencia en los alrededores de un nido de ametralladora. Cauteloso, MacGyver lleva la rodilla a tierra y empieza a remover la tierra con la azadilla. A medida que va escarbando va pasándole otro detector, uno más fino. Puede ser una bomba y nadie —y mucho menos los periodistas que lo acompañan— quiere que estalle de súbito. Se puede ir prevenido para un posible encuentro con las viborillas, pero nunca se está listo para vivir en las propias carnes una explosión de la Guerra Civil. Y menos sin saber si, puestos a morir, uno lo hace por una bomba de los nacionales o de los republicanos.

McGyver, junto a un plano del monte que ha ido batiendo. Fernando Ruso

Al final resulta que es una lata de comida desvencijada, corroída por la tierra. “Debe ser de los nacionales, que comían bien. Porque un soldado bien alimentado, rinde; un soldado que pasa hambre se rinde para comer”, sostiene lacónico MacGyver.

“Fue tal el hambre que tuvieron los republicanos que llegaban a matar para quitar la comida”, asegura. “Se puede aprender mucho de lo que uno encuentra en un campo de batalla. Una vez, en la zona de Belmez, recogí del suelo un abrecartas de plata, afilado por ambos bordes, con dos iniciales inscritas. Lo comenté con un amigo de esa localidad y dos semanas después estaba ante su propietario, que luchó obligado en el bando republicano. Hablando con él me dijo que lo usó para matar a cuatro legionarios que estaban al otro lado del frente. Cuatro muertos por cuatro latas de comida”, relata el coleccionista.

Más de 5.000 euros por una bala

Todavía hoy conserva el abrecartas. En el mundillo es habitual comprar y vender objetos, pero ese no es el espíritu que mueve a Buscahierros. “Sé que tengo una munición que vale por lo menos 5.000 euros. Una bala blindada, prohibida por la convención de Ginebra. Fabricada en 1937. La conseguí gracias a un amigo, que me la regaló antes de morir. Y no la venderé nunca. Porque yo soy pobre, muchas veces las paso canutas, no me llega el sueldo para muchas cosas, pero si las vendo me pego noches y noches llorando por ellas”.

A MacGyver no le mueve el dinero. Tampoco el número de objetos o lo preciados que estos sean. Cuenta que él es feliz si después de todo un día de búsqueda se lleva a casa un casquillo. Le gusta el campo. Es su vida. También le gusta sentarse en las trincheras y ver lo que los soldados veían, intuir lo que sentían. “O imaginar lo que escribían, porque he encontrado muchos tinteros y plumas que a saber las historias que han contado”, elucubra.

Las protecciones que usa McGyver en sus excursiones para buscar objetos antiguos de artillería. Fernando Ruso

Sueña Buscahierros con ir alguna vez al Ebro, lugar de una de las batallas más renombradas de la guerra. “A saber lo que habrá por ahí”, imagina. “Aunque a mí me vale con encontrar un dedal, o un botón. Todo es importante para mí. Cualquier cosa que se encuentre en un campo de batalla es una cosa viva, que te transmite el espíritu de la persona que lo llevó”, recalca MacGyver.

No existe el tiempo cuando peina con su detector de metales el monte. A MacGyver le puede caer la noche en el campo. Ahí, imaginando la vida de quienes la perdieron o la salvaron en el campo de batalla, este hombre al que la vida le esquiva la sonrisa es feliz. “Y el día que me falte esta afición —sentencia—, no lo dudo, me quitaré la vida”.

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